jueves, 31 de julio de 2014

UN CASTIGO MUY TONTO



Hubo una vez un rey que quedó huérfano siendo niño y creció rodeado de militares y consejeros que hicieron de él un rey poderoso y sabio, pero insensible. Por eso se cansaba cuando la gente hablaba con pasión de sus madres. Y a tal punto llegó su enfado que decidió darles todo el poder.

-Pues si tan buenas son las madres en todo, que gobiernen ellas. A ver cómo lo hacen-

La noticia fue recibida con gran alegría por todo el mundo, pero resultó ser un fracaso estrepitoso. Las cosas iban tan mal que el rey tuvo que recobrar el mando al poco tiempo. Y cuando pidió a sus consejeros que averiguasen qué había fallado, estos concluyeron que las madres siempre habían dado más importancia a los problemas de sus propios hijos que a los del reino.

Y así, llegaban tarde a importantes reuniones cuando sus hijos estaban enfermos, aplazaban los juicios para acudir a recogerlos al colegio, y mil cosas más.

Al oírlo, el rey se puso tan furioso que castigó con el destierro a todas las madres del reino:

-La que quiera seguir haciendo de madre, que se vaya-

Y no se quedó ni una.

Poco después, a pesar de su vuelta al gobierno, el reino iba aún peor. Preguntó de nuevo a sus consejeros y estos, tras estudiar el asunto, respondieron:

-La falta de madres ha creado un enorme problema de nutrición que está hundiendo al reino. Eran ellas las que hacían la comida-

-De acuerdo. Contratad un ejército de cocineros- dijo el rey.

Pero tras contratar miles de cocineros, las cosas no mejoraron. Esta vez los sabios encontraron una nueva razón para el desastre:
-La falta de madres ha creado un enorme problema de higiene que está hundiendo al reino. Eran ellas las que limpiaban-

-No hay problema ¡Contratad un ejército de mayordomos!- respondió el rey, muy irritado.

Pero tras contratar a los mayordomos, las cosas siguieron igual. Una vez más los sabios creyeron encontrar la causa:

-La falta de madres ha creado un enorme problema de salud que está hundiendo al reino. Eran ellas las que curaban las pequeñas heridas y ahora todas se infectan y se vuelven graves-

-¡Pues contratad un ejército de enfermeros!- gritó furioso el rey.

Pero los miles de enfermeros contratados no mejoraron nada. Y tampoco los economistas, sastres o decoradores. Ni siquiera el descubrimiento de grandes minas de oro que permitieron al rey contratar cuantas personas quiso. No encontraba la forma de sustituir totalmente a las madres.

Hasta que un día, mientras paseaba, vio discutir a unos niños. Los había visto jugar mil veces como amigos, pero ahora discutían con tanta ira y desprecio que el rey se acercó para calmarlos:

-Tranquilos, chicos. Los amigos deben tratarse con más cariño ¿Es que por una sola pelea vais a dejar de quereros?-

Los niños, avergonzados, detuvieron la pelea y se marcharon cabizbajos. Mientras se alejaban, el rey les oyó susurrar:
-Oye, ¿tú sabes qué es eso de quererse?- dijo uno.

-Sí, claro, es un invento muy moderno de un amigo de mi abuelo- respondió el otro haciéndose el experto.

-Nos lo enseñarán en la escuela dentro de un par de años-

El rey lo comprendió todo en un instante. Ahí estaban todos los problemas del reino: ¡nadie estaba enseñando a los niños lo que eran el amor y el cariño! Entonces pensó en quién contratar para hacer esa labor, pero no encontró a nadie: era algo que siempre habían enseñado las madres, y en eso nadie podría sustituirlas.

Y arrepentido por su injusticia y dureza de corazón, mandó buscar y contratar a todas las madres que había expulsado, pagándoles un altísimo salario solo por hacer de madres. Y en poco tiempo el reino resolvió sus problemas y superó ampliamente su antigua prosperidad.

Pero algunos tampoco tardaron tiempo en protestar al rey por estar pagando un salario a quienes harían gratis su trabajo de madres. Y el rey, para refrescarles a todos la memoria, decidió retirar su rostro de todas las monedas del reino, y sustituirlo por la imagen de una madre con su hijo, y una inscripción que decía:

“Ni este ni ningún reino serían nada sin el amor de sus madres”

martes, 29 de julio de 2014

LA SOMBRA



Lisandro era el único hijo de una familia muy humilde. Sus padres trabajaban en el campo y si bien no habían pasado hambre jamás, el dinero únicamente había alcanzado con lo justo durante toda su vida.

Al joven no lo entristecía demasiado esa situación pues pensaba que habría un futuro diferente para sus padres, a quienes amaba profundamente y por supuesto para él también.

Desde pequeño se había acostumbrado a ir solo al colegio, realizar los quehaceres del hogar y  hacer la comida.  No había podido jugar demasiado, había que ayudar en la casa, mientras los padres trabajaban.

Lisandro ansiaba llegar pronto a los quince años, pues sabía que  a esa edad podría ir él a  trabajar la tierra y su madre podría quedarse  en la casa y descansar como tan merecido lo tenía. El hecho de que su madre pudiese tener otra vida, por humilde que siguiera siendo, lo obsesionaba.

Sin embargo, cuando finalmente cumplió sus esperados quince años, no pudo hacer realidad su sueño. Su madre enfermó gravemente. Consultaron al médico del pueblo, quien les dijo que mucho no había para hacer allí con los pocos recursos que contaban e indicó que viajaran a la ciudad.

Tanto Lisandro como su padre se desesperaron. No contaban con el dinero necesario para trasladar a la madre y menos aún para pagar el tratamiento necesario.

-¡Algo hay que hacer! Trabajaré doble turno, las veinticuatro horas si es necesario para conseguir el dinero- Dijo el padre con lágrimas en los ojos.

–No seas ingenuo padre– Contestó Lisandro -Ni trabajando dos meses reuniríamos el dinero suficiente para el viaje y el tratamiento, hay que hacer otra cosa-

Dicho esto, el joven se calló, miró un largo rato a su madre delirando de fiebre, miró a su padre en cuyo rostro ya no cabía más dolor ni más miedo y tomó una decisión.

–Prepara todo lo necesario para el viaje, vuelvo lo antes que puedo con el dinero.

–¿De dónde lo sacarás hijo?– Preguntó su padre.

–Algo se me ocurrirá– Contestó Lisandro y partió, no sin antes buscar una gorra y ropas que disimularan su aspecto.

Siempre había sido una persona de bien, de principios. Así lo habían criado sus padres, pobre, pero honrado. Sin embargo, ante esta situación límite y no encontrando otra salida, Lisandro tomó un camino que jamás debería haber tomado.

Salió de su casa corriendo como un loco, pensando en que sus vidas eran muy injustas, que no había derecho a que su madre enfermase y menos aún que no pudieran costear el viaje a la ciudad. Se enojó mucho, con la vida, con el destino, con Dios mismo.

Sabía que no tenía tiempo de juntar el dinero necesario trabajando, pues sus estudios eran básicos y no sería fácil conseguir un trabajo bien pago.

La desesperación y el enojo no son buenos consejeros y menos aún si van de la mano. Lisandro tenía decidido obtener el dinero a toda costa y cómo única salida pensó en el robo.

No bien llegó al pueblo cobró su primera víctima, un señor bien vestido a quien llevó por delante y despojó de todo su dinero. Salió corriendo tan rápido que el hombre no pudo reaccionar, quedó tendido en el piso pidiendo ayuda.

Mientras se escapaba, Lisandro creyó ver una sombra. Se distrajo por un momento, pero siguió corriendo.

En el camino pasó por un comercio. Entró, maniató a su dueño y se llevó el contenido de la caja.

Una vez más, mientras corría creyó ver la sombra. En realidad esta vez estaba seguro, detrás de él había una sombra. Se asustó y mucho, pero no tenía tiempo de pensar en que alguien lo hubiese visto y siguió su camino.

Se topó con una anciana. No, no podía robarle a una pobre e indefensa señora mayor… no, no podía. Sin embargo, la desesperación pudo más y lo hizo. Nuevamente la sobra lo siguió.

Así pasó dos días, robando, huyendo y sintiéndose la peor de las personas.

Durante esos dos días la sombra lo acompañó, como si estuviese adherida a su persona, no le dejaba ni libre, ni solo.

Estaba seguro que alguien lo estaba siguiendo y esperando el momento justo para apresarlo y que esa persona era la dueña de la sombra que no lo dejaba en paz.

Buscó un escondite para contar el dinero.

Agitado, desprolijo y humillado por su propio comportamiento, se tomó la cabeza sin poder creer lo que había hecho. Con la respiración entrecortada y un cansancio que parecía de años, contó el dinero obtenido, más de lo que pensaba realmente.

Fue a su casa. Entró con mucho miedo de aquello que pudiera encontrar.

Su madre seguía con fiebre y su padre le ponía paños fríos.

–Aquí tienes, el dinero necesario para llevar a mamá a la cuidad. Apresúrate, no hay mucho tiempo– Dijo Lisandro evitando mirar a lo ojos.

–¿De dónde y cómo has obtenido semejante suma de dinero?– preguntó sorprendido el padre.

–Luego te lo explico, ahora lleva a mamá a la ciudad, yo los espero aquí, vete rápido.

Hicieron los arreglos necesarios y sus padres partieron.  Una vez solo en su casa, el joven se sintió más seguro, por poco tiempo.

De repente, se dio cuenta que una vez más tenía la sombra detrás de si. Era imposible, no había visto a nadie seguirlo, sin embargo allí estaba, casi acariciándolo.

Se sintió amenazado, supuso que el final estaba cerca. Apagó la luz y sin explicación lógica, seguía viendo la sombra. En la más absoluta oscuridad, era tangible su presencia. No había explicación posible.

Hay cosas que sólo desde el alma se entienden.

Resignado a su suerte, Lisandro prendió la luz, la sombra detrás de sí seguía casi adherida a su cuerpo y su destino.

Recapituló una y otra vez todo lo que había hecho y si bien era cierto que había robado para salvar la vida de su madre, eso no lo eximía de sentirse sucio por dentro.

Supo en ese momento que hay caminos que son difíciles de desandar y que no siempre el fin justifica los medios. Cerró los ojos y pensó en sus padres y en cómo, a pesar de sus necesidades y angustias, jamás habían traicionado sus principios, como él lo había hecho.

Cuánto más pensaba en todo esto y más arrepentido se sentía, la sobra más lo abrazaba con un peso difícil de soportar.

Abrió los ojos y una vez más no vio a nadie. Recién en ese momento comprendió que la sombra tan temida no era más que su conciencia. No era  alguien que venía a apresarlo, era él mismo que no podía con la culpa y la vergüenza. No se sintió aliviado. Ya no importaba si lo habían descubierto o no, él sabía lo que había hecho y no podía borrar el pasado. La sombra seguiría allí por siempre adherida a su vida como la más pesada de las pieles.

Sin embargo, el joven no quiso quedarse con esa pesada carga, espero a que su madre sanara, contó toda la verdad a sus padres y decidió hacer algo para revertir, en la medida de lo posible, lo que había hecho. Comenzó a trabajar prácticamente las veinticuatro horas, de sol a sol, de domingo a domingo.

Al tiempo, volvió al pueblo, buscó a cada persona que le había robado, le explicó porque lo había hecho y devolvió la mayor parte del dinero robado, el restó lo devolvió con más trabajo.

Saldar sus deudas le llevó a Lisandro un tiempo considerable, no tanto como sentirme mejor con él mismo.

Se dio una nueva oportunidad, era joven y estaba arrepentido de los errores cometidos.

¿La sombra? Jamás se pudo desprender del todo de ella, pero ya no la sentía como una pesada carga, sino como un llamado de alerta para no olvidar cuáles son los caminos que se deben tomar y cuáles no.

lunes, 28 de julio de 2014

LOS BARQUITOS DE PAPEL



Sentado en uno de los bancos de la plaza, don Carlos observa a un grupo de niños que desesperados hurgan en uno de los botes de basura. Intrigado se acerca a ellos y con voz fuerte pregunta: -¿Qué buscan ustedes allí muchachos?- Por unos momentos los niños detienen la acción y uno de ellos le responde:

-¡Buscamos comida señor, tenemos hambre!-

Don Carlos se pasa la mano por los espesos bigotes como acariciándolos, luego saca la cartera y mirando a los niños fijamente les dice: ¡Así es la cosa, tienen hambre, bueno vengan conmigo vamos a comernos unos tacos! Los cinco niños mal vestidos y sucios siguen en silencio al anciano hacia uno de los puestos de ventas de tacos del lugar.

Por otra parte, Maritza se ha levantado temprano y como de costumbre atiende el negocio de ventas de tacos y empanadas, la numerosa clientela acude todos los días a desayunar y ella los atiende con esmero y rapidez. Al llegar don Carlos saluda a Maritza y hace sentar a los niños en uno de los bancos, luego se acerca al mostrador y con voz firme le dice a la popular morena: ¡Hoy te traje unos clientes muy especiales, por favor prepárame muchos tacos bien rellenos! Maritza abre los ojos desmesuradamente y con una sonrisa de oreja a oreja responde:

-¡Cómo usted ordene don Carlos, pero le aseguro una cosa, si me trae todos los días una clientela como esa, le confirmo que en menos de un mes me voy a hacer rica!- Todos los clientes sueltan la risa al escuchar las palabras de la morena. después de lavarse muy bien las manos, los niños se sientan nuevamente en el banco de madera y ante la mirada atenta de don Carlos se comen los tacos. luego de pagar la cuenta, don Carlos se aleja con ellos hacia la plaza, sentados en la grama tienen una larga conversación, en donde el anciano se entera de la situación particular de cada uno de ellos, casi todos han sido abandonados por sus padres, viven y duermen en las calles y plazas del lugar, no estudian ni hacen otra actividad más que recorrer las calles en busca de comida en los cestos de basura y en las noches, antes de irse a dormir se bañan en las fuentes de agua de las plazas, además de hacer sus necesidades en cualquier lugar o rincón, ante la mirada incrédula de las personas.

Es una triste realidad y nadie se ocupa de ellos, pareciera que no hicistieran para el resto de la sociedad. Escuchando con atención el relato de los niños, don Carlos no puede evitar que sus ojos se llenen de lágrimas, luego mira fijamente el agua que corre por la fuente y en ese momento una idea viene a su cabeza, recuerda que su hermano Pedro tiene una librería a pocas cuadras del lugar. Levantándose de la grama le dice a los niños:

-¡Oigan muchachos no se muevan de aquí, ya regreso, les voy a traer una sorpresa!- A paso rápido don Carlos camina por la calle rumbo al negocio de su hermano. Al verlo llegar, Pedro Alcántara se sorprende y a pesar de estar atendiendo a unos clientes, se acerca a él y le pregunta:

-¿Qué pasa Carlos, donde estabas que no habías vuelto por acá?- Don Carlos abraza a su hermano y le responde: -¡Disculpa Pedro, no tuve tiempo de avisarte, viajé a la ciudad a arreglar unos papeles, llegué anoche muy tarde, después te explico, mira tienes por allí papel lustrillo, necesito que me vendas varios pliegues de diferentes colores, un frasco de pegamento y unas tijeras! Sorprendido por el pedido de su hermano, don Pedro se dirige al fondo del negocio.

Pasados unos minutos don Carlos regresa a la plaza trayendo en sus manos una bolsa repleta de artículos. Al verlo llegar los niños se alegran y corren a su encuentro, nuevamente el anciano se sienta con ellos en la grama y sacando los artículos de la bolsa les dice:

-¡Presten mucha atención para que aprendan, les voy a enseñar a construir unos lindos barcos de papel, para que luego jueguen con ellos en la fuente!- Olvidando por unos momentos la triste realidad en la cual viven, los niños se alegran y una sonrisa brota de sus labios al observar el trabajo del anciano, quien tijera en mano va cortando con precisión el papel lustrillo, dando forma a los pequeños barcos. Los minutos transcurren lentamente, mientras don Carlos trabaja con esmero y como guiado por una mano invisible ha logrado por fin construir cinco hermosos barcos de papel con mástil y velas incluidos.

La ansiedad de los niños aumenta y todos exclaman con impaciencia: -¡Por favor don Carlos, vamos ya a jugar en la fuente!- Entregando un barco de papel a cada niño, el noble anciano se dirige con ellos a la fuente, las personas que transitan por el lugar, se detienen por unos momentos y observan como aquel anciano junto a los niños lanzan contentos los barcos de papel al agua de la fuente.

Un sol radiante ilumina el lugar y ante la alegría desbordada de aquellos niños cuya imaginación no tiene limites, parece por unos momentos transformar a aquellos pequeños barcos de papel, en enormes naves, que majestuosas surcan las aguas navegando por un mar infinito. Luego de transcurridos unos minutos, don Carlos se aparta de la fuente y en completo silencio se aleja del lugar, una lagrima rueda por su arrugada mejilla, al sentir la satisfacción, de que al menos hoy, por unos momentos ha logrado sacar una sonrisa a aquellos niños cuyos inocentes rostros son el reflejo de una cruel y triste realidad.



EL MAGO TUNKA Y SU POLVO MÁGICO



Tunka era un viejo brujo a quien nadie visitaba.

Un día, invitó a su pequeño laboratorio en la montaña a Luis, el hombre más rico del pueblo.

Cuando llegó, le habló de su gran descubrimiento. Se trataba de un polvo mágico que duplicaba lo que quisiera. Ya había preparado diez de ellos. Luis le pidió que probara lo que decía y le dio una moneda de oro. Para su asombro, unos instantes después de echarle el polvo, las monedas eran dos.

Una vez que se pusieron de acuerdo en el pago, Tunka le entregó un sobre. No llegó a explicarle de qué se trataba, ya que cayó muerto tras un fuerte golpe en la cabeza. Luis no iba a permitir que otros accedieran a la sustancia mágica, y con lo que tenía, era suficiente.

Dejó el sobre, tomó la caja con los polvos, y se fue. Luego de vender todos los bienes, juntó sus monedas de oro. Les echaba el preparado y se duplicaban. Muy inteligente, cuando le quedaban sólo dos porciones, se dio cuenta de que duplicando el mágico elemento, su fortuna sería interminable y sería dueño del mundo entero. Pero, cuando los juntó, no sólo se esfumaron, sino que desapareció hasta la última moneda de oro que había. Después de esperar horas sin novedades, se dirigió al laboratorio del brujo.

Maldiciendo porque lo había engañado, abrió la puerta. Cuando vio el sobre, pensó que ahí encontraría la solución.

Pero el escrito decía: “Nunca juntes dos polvos mágicos. Si lo haces desaparecerán, junto a los metales que se encuentren alrededor

domingo, 27 de julio de 2014

EL ÁRBOL QUE DABA ZAPATOS



Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la frente.

-Mira, papá ha encontrado una bota vieja -dijo María.

-¿Qué vas a hacer con ella? -quiso saber Juan.

-Se podría enterrar aquí mismo -sugirió el señor Martín-, Dicen que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor.

María se rió.

-¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?

-Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer.

Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le pareciera.

-Jamás vi una planta como ésta -les dijo a Juan y a María.

Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer, a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien; a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma muy curiosa.

-Ese fruto me recuerda algo -dijo la señora Martín. Entonces se dio cuenta de lo que era-. ¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de botas colgadas de los talones!

-¡Es verdad! Parecen botas -dijo Juan asombrado, tocando el fruto.

-¿Habéis dicho botas? -preguntó la señora Gómez, asomándose.

-¡Sí, crecen botas!

-Pedrito ya es grande y necesitará botas -dijo la señora Gómez-, ¿Puedo acercarme a mirarlas?

-Claro que sí. Pase y véalas con sus propios ojos.

La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto al árbol, cabeza abajo. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.

-Aún no están maduras -dijo Juan-Vuelva mañana para ver si han crecido un poco más.

La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a madurar, tomando un brillante color marrón.

Un día descubrieron un par que parecía justo el número de Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.

Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a recogerlas del árbol.

Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien. Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas por pares. Las madres que habían llegado tarde se sentaron con sus niños. Juan y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.

Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y le dijo:

-Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?

El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.

-Quítales los zapatos -dijo, al fin-. Tengo una idea y la pondré en práctica en cuanto pueda.

Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de su número.

Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo que los pies de los niños.

Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco, que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.

-Andaba el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su huerto -dijo el señor Martín a su familia-. Por fin loentiendo. Plantó todos los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos árboles, el muy zorro.

-Dicen que se hará rico con ellos -exclamó la señora Martín con amargura.

En verdad, parecía que el señor Blanco se iba a hacer muy rico. Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a buen precio.

Al mirar por la ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que pasaba en un coche elegantísimo.

-Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol -le comentó a su mujer.

-No sirves para los negocios, querido -dijo la señora Martín, cariñosamente- De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo puedan tener zapatos gratis.

Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño. Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.

-Hola, Pepe -dijo Juan-, ¿Qué hacías en el jardín del señor Blanco?

El niño, que saltó ante ellos, sonrió.

-Ya verán... -dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo los brazos llenos- Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato.

-¿Un pastel?-preguntó María- No se me había ocurrido. ¿Y está bueno?

-Verás..., la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de dentro, con mucho azúcar, está muy rico. Mi abuelita hace unos pasteles estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres.

Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los zapatos.

-Las pondremos en el horno -dijo María- el año pasado aprendí a hacer manzanas asadas.

María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva. Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños. Al terminar, el señor Martín dijo riendo:

-¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica.

Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el maletero lleno de cajas de frutos de zapato. Se detuvo en la feria y habló con un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo en un gran cartel y lo colgó en su puesto.

Pronto se juntó una muchedumbre.

-¡Miren!

-Frutos de zapato a 5 monedas el kilo.

-Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo -dijo una mujer. Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas-. Miren, por éstas pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!

-¡Sólo cinco monedas! -gritaba el vendedor-. Hay que pelarlos y comer la pulpa, que es deliciosa. ¡Son muy buenos para hacer pasteles!

-Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería -dijo otra mujer.

Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.

A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó en los carteles de las zapaterías: 

"Zapatos Naturales Blanco - crecen como sus niños". Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: '7Grandes rebajas´ ¡5 monedas el par!"

Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del pueblo seguían consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba menos dinero que antes.

El señor Martín le preguntó a su mujer:

-¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?

-Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla ¿verdad?

-Y además -añadió María- ¿no fue lo que dijiste al enterrar aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas.

jueves, 24 de julio de 2014

LA PRINCESA DE FUEGO



Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez.

El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados.

Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:


-“Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro”-


El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos.

Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.

Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar
en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros.

Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".

Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días

miércoles, 23 de julio de 2014

LA VIEJECITA Y SU ARAÑA



En una casita, en lo alto de una montaña, vivía hace tiempo una viejecita muy buena y cariñosa.


Tenía el pelo blanco y la piel de su cara era tan clara como los rayos del sol.


Estaba muy sola y un poco triste, porque nadie iba a visitarla.


Lo único que poseía era un viejo baúl y la compañía de una arañita muy trabajadora, que siempre le acompañaba cuando tejía y hacía labores.


La pequeña araña, conocía muy bien cuando la viejecita era feliz y cuando no.


Desde muy pequeña la observaba y había aprendido tanto de ella que pensó que sería buena idea intentar que bajara al pueblo para hablar con los demás. Así aprenderían todo lo que ella podía enseñarles.


Ella les enseñaría a ser valientes cuando estén solos, a ser fuertes para vencer los problemas de cada día y algo muy, muy importante a crear ilusiones, sueños, fantasías.


Las horas pasaban junto a la chimenea y las dos se entretenían bordando y haciendo punto.


La viejecita, apenas podías sostener las madejas y los hilos en sus brazos.


-“¡Qué cansada me siento!, ¡Me pesan mucho estas agujas!”- Decía la ancianita.


La arañita, la mimaba y la sonreía.


Un día, la araña, pensó que ya había llegado el momento de poner en práctica su idea.


-“¿Sabes, lo que haremos? ¡Iremos al mercado a vender nuestras labores! ¡Así, ganaremos dinero y podremos ver a otras personas y hablar con ellas!”-


La anciana no estaba muy convencida.


-“¡Hace mucho tiempo que no hablo con nadie!”- Dijo: la anciana.


-“¿Crees que puede importarle a alguien lo que yo le diga?”-


-“¡Claro que sí!. ¡Verás como nos divertimos!”-


Se pusieron en marcha, bajaron despacito, como el que no quiere perder ni un minuto de la vida.


Iban admirando el paisaje, los árboles, las flores y los pequeños animalitos que veían por el camino.


Llegaron al mercado y extendieron sus bordados sobre una gran mesa.


Todo el mundo se paraba a mirarlos. ¡Eran tan bonitos!.


La gente les compró todo lo que llevaban. ¡Además hicieron buenos amigos!.


Enseguida, los demás, se dieron cuenta de la gran persona que era la viejecita y le pedían consejo sobre sus problemillas.


Al principio, le daba un poco de vergüenza que todo el mundo, le preguntara cosas. Pero poco a poco descubrió el gran valor que tienen las palabras y cómo muchas veces una palabra ayuda a superar las tristezas.


Palabras llenas de cariño como:


-“¡Animo, adelante, puedes conseguirlo!. ¡Confía en ti, cree en ti!”-


Ella también aprendió ese día, que las cosas que sentimos en el corazón, debemos sacarlas fuera, quizá los otros puedan aprovecharlas para su vida.


La arañita le decía a la anciana: -“Deja volar tus sentimientos, se alegre, espontánea, ofrece siempre lo mejor de ti”-


La viejecita y la araña partieron hacia su casita de la montaña.


Siguieron haciendo bordados y bordados.


Trabajaban mucho y cuando llegaba la noche la araña se iba a su rinconcito a dormir. La anciana se despedía de ella y le decía: -“¡Gracias por ser mi amiga!”-


-“¡Un amigo, es más valioso que joyas y riquezas, llora y ríe contigo y también sueña!”-


Mientras sentía estos pensamientos, la viejecita se iba quedando dormida, sus ojos cansados se cerraron y la paz brilló en su cara.


La luna les acompañaba e iluminaba la pequeña casita y nunca, nunca estaban solas. Más allá, muy lejos, sus seres queridos velaban sus sueños.