miércoles, 29 de junio de 2016

¿QUE LE DIJO LA MANO DERECHA A LA IZQUIERDA?



Aunque la gente se aturda,
Diré, sin citar la fecha,
Lo que la Mano Derecha
Le dijo un día a la Zurda.

Y por si alguno creyó
Que no hay Derecha con labia,
Diré también lo que sabía
La Zurda le contestó.

Es, pues, el caso que un día,
Viéndose la Mano Diestra
En todo lista y maestra,
A la Izquierda reprendía.

— «Veo, exclamó con ahínco,
Que nunca vales dos bledos,
Pues teniendo cinco dedos,
Siempre eres torpe en los cinco.

Nunca puedo conseguir
Verte coser ni bordar:
¡Tú una aguja manejar!
Lo mismito que escribir.

Eres lerda, y no me gruñas,
Pues no puedes, aunque quieras,
Ni aun manejar las tijeras

Para cortarme las uñas.
Yo en tanto las corto a tí,
Y tú en ello te complaces,
Pues todo lo que no haces
Carga siempre sobre mí.

¿Dirás me por Belcebú
En qué demonios consista
El que, siendo yo tan lista,
Seas torpe siempre tú?»

— «Mi aptitud, dijo la Izquierda,
Siempre a la luya ha igualado;
Pero a tí te han educado,
Y á mí me han criado lerda.

¿De qué me sirve tener
Aptitud para mi oficio,
Si no tengo el ejercicio
Que la hace desenvolver?»


martes, 28 de junio de 2016

EL REINO DE LAS COSQUILLAS



Todo era alegría y excitación aquel día en el Reino. Nadie escapaba a ese sentimiento de regocijo y honda emoción que hacía latir con descompasado golpeteo todos y cada uno de los corazones de los habitantes del hasta ahora conocido como el Reino de la Princesa Triste.

-¿Qué sucede?, preguntaba un recién llegado que se regalaba la vista con las idas y venidas de las más preciosas doncellas que jamás hubiera visto, todas exultantes de alegría, riendo sin parar y cuyos pequeños piececitos aceleraban el paso cuando el desconocido posaba su mirada en ellas.

-¿Qué sucede, qué sucede?, repitió en esta ocasión agarrando del brazo a un anciano que en ese momento también corría, a su manera, intentando zafarse del molesto inquisidor.

-¡Ven a Palacio y lo verás con tus propios ojos!, le contestó.

El Rey, un venerable anciano, había perdido a su esposa hacía ya 20 años, cuando, ésta, al dar a luz a una preciosa niña, había muerto en el alumbramiento. El monarca, profundamente enamorado de la reina, había dedicado desde entonces su vida al cuidado de su reino y de su queridísima hija. Sin embargo, desde hacía muchos años, se enfrentaba a un problema al que no encontraba solución posible: la Princesa languidecía de tristeza. Su padre intentaba con todos los medios posibles a su alcance, hacer que su preciosa niña fuera feliz; sin embargo, la Princesa no reía, no sonreía jamás, y esto entristecía terriblemente a su adorado padre que había utilizado todas las estrategias posibles, hasta las  más inverosímiles, para hacer que la princesita sonriera al menos una vez.

-¡Si al menos mi dulce niña sonriera una vez, sólo una vez para así endulzar mis últimos días...!, suspiraba el monarca.

Sus tristes ojos verdes miraban el mundo con indiferencia y desinterés. Sin energía y desmotivada, pasaba los días encerrada en su habitación. Echada en la cama lloraba y suspiraba sin cesar. No quería ver a nadie, ni siquiera a sus mejores amigas.

El Rey estaba desesperado, temeroso de perder a su hija si la situación no mejoraba.

Un día que se encontraba más abatido que de costumbre, sentado al lado de la ventana abierta que daba al jardín, la cabeza apoyada en sus manos, triste, resignado a su mala suerte, el corazón desgarrado por la tristeza de su adorada hija,... un sonido angelical llegó a sus oídos: ¡un ruiseñor cantaba su amor al mundo entero!. Abrió sus ojos, levantó la cabeza y miró a través de la ventana a ese pequeño ser maravilloso que producía un sonido mágico que era como una caricia para su cansado corazón.

Entonces comprendió de repente. Una luz de esperanza se abría paso en la oscuridad. Ahora sabía como hacer que la risa iluminara la cara de su niña: ¡Organizaría una fiesta! Una espléndida fiesta donde todo el mundo podría intentar hacer que Ella volviera a la vida, utilizando todos los medios posibles sin restricción alguna. Todo estaba permitido para alcanzar el objetivo que no era sino “¡Hacer que la Princesa riera!”.

Las órdenes oportunas fueron cursadas con celeridad. La idea fue acogida con júbilo por los cortesanos. La fecha para el evento fue fijada inmediatamente, y toda la corte se puso a trabajar en los preparativos de forma tal que, una vez que todo hubo estado organizado, no había alma que durmiera por la noche cavilando estrategias y más estrategias para hacer reír a la Princesa. Por las noches se podía “oír” pensar y trabajar los cerebros de todos los habitantes del reino.

El tan deseado día llegó al fin. La multitud se arremolinaba a las afueras de Palacio, que estaba repleto de cortesanos ataviados con sus mejores galas para la ocasión.

El Rey estaba sentado en su trono. La Princesa a su lado, con los ojos rojos como de haber estado llorando toda la noche. Sin embargo, estaba preciosa. El vestido de seda color turquesa resaltaba sus bellos y tristes ojos azul cielo. Los bucles de cabello rubio caían en cascada sobre sus hombros. Los labios rojos que antaño hablaran, cantaran, acariciaran, besaran... ahora permanecían inmóviles, faltos de expresión. La figura frágil, femenina, y el cuello de cisne... ¡una diosa!

La fiesta comenzó. Los participantes, algunos de los cuales eran Príncipes y caballeros de alta alcurnia que venían de países lejanos, comenzaron a desfilar anunciados por el estruendo de las trompetas. Utilizaban todos los recursos posibles para provocar la risa de la Princesa o, al menos, una leve sonrisa.

Uno cantó...

Otro bailó...

Otro contó historias graciosas…

Otro realizó increíbles saltos acrobáticos...

Otro realizó juegos de magia que embelesaron a todos los allí presentes...

Todo fue en vano. La Princesa miraba lo que sucedía con sus bellos ojos que reflejaban una mirada fija, vacía, ausente, inexpresiva, sin vida.

Con el paso del tiempo y el transcurrir de los participantes, algunos de los cuales eran excepcionales en sus ejecuciones, el Rey iba perdiendo la esperanza. La fiesta llegaba a su fin. El anciano monarca, ya completamente abatido, dio la orden al último participante para que procediera.

El último participante, que no era sino el joven extranjero que aguardaba pacientemente para ver a la Princesa triste, avanzó con paso firme y decidido entre la multitud. Los semblantes de los súbditos, que antes reflejaban alegría, esperanza, regocijo..., ahora mostraban decepción y tristeza.

-¡Éste es el último, éste es el último!, se decían los unos a los otros.

El joven, ataviado con ropas simples, parecía venir de tierras lejanas y haber hecho un largo viaje. Nada denotaba en él una buena cuna. Tan simple era su atuendo que algunos de los que se apartaban para dejarlo pasar cuchicheaban entre sí:

-Mira... ¡Qué pinta! ¡Al menos debía haber cuidado un poco su indumentaria si lo que pretende es agradar a nuestra Princesa!

Sin embargo, él avanzó con paso seguro, firme.

Al fin llegó ante la Princesa.

El Rey dijo: “Procede...”

El joven habló: “Majestad, ¿puedo acercarme a la Princesa?”

-“Puedes...”, dijo el Rey que ya había perdido toda esperanza y que sólo esperaba que acabara el acto para que así su hija pudiera retirarse a descansar a sus aposentos.

El joven se acercó a la Princesa: -Señora, le dijo, ¿podría usted descalzarse por favor?

Ante esta impertinencia, la Princesa lo miró extrañada. El Rey se levantó de su trono dispuesto a dar las órdenes oportunas para que se llevaran al osado extranjero de su presencia. Sin embargo, lo miró a los ojos, y vio en ellos una dulzura inmensa que le suplicaban le dejara continuar. Así lo hizo, se volvió a sentar y dejó que el extraño caballero continuara.

La Princesa accedió a la petición y se descalzó. Entonces el joven sacó una pluma azul del bolsillo de su pantalón, una pluma que se expandió creciendo mágicamente hasta adquirir unas proporciones considerables, y despacio, muy despacio la acercó a la planta del pie de la joven diciendo “¡tickle tickle tickle!”. La Princesa dio un grito que hizo que los guardias reales empuñaran sus armas alarmadas. Hubo un revuelo generalizado en la gran sala. Nadie sabía lo que sucedía. Acto seguido el silencio expectante, sepulcral, y de nuevo otros grititos, pero esta vez mas seguidos, más agudos y al fin una gran risotada.

-¿Qué sucede?, ¿Qué sucede? Se preguntaban todos.

Y entonces todos comprendieron. ¡La Princesa se estaba riendo! ¡Y qué risa! Una risa contagiosa que hizo que todos, a su vez, empezaran a reír y reír y reír, hasta que nadie, ni uno solo, podían retener las carcajadas.

El Rey, una vez se hubo calmado un poco, quiso saber quién era ese apuesto extranjero que había conseguido el milagro.

-Majestad, dijo, vengo de unas tierras lejanas en las que ejercía como médico. Mi especialidad es la curación mediante las cosquillas.

-Luego... ¿no es magia lo que acabas de hacer?- preguntó el monarca

-No Majestad, ¡es ciencia!.

-Quiero cumplir la promesa que hice de conceder la mano de mi hija a quien la hiciera reír. Ahora, veo que eres un joven culto y atento. Si mi hija y tú estáis de acuerdo, en este preciso momento te concedo su mano- dijo el Rey.

Los dos jóvenes se miraron y no hubo la menor duda: sus ojos hablaron por ellos, no hubo necesidad de palabras. La bella Princesa había encontrado el amor en aquel joven galante, apuesto, y que le había devuelto la vida que creía perdida para siempre.

Los preparativos para la boda comenzaron.

Los preparativos fueron hechos con celeridad ya que los Príncipes no podían esperar ni un día más para desposarse. La ceremonia de casamiento se realizó a la semana siguiente.

La Princesa Risueña, su esposo el doctor,  y su padre el Rey, se convirtieron en el paradigma de la familia feliz. El reino fue desde entonces conocido en el mundo entero como “el Reino de las Cosquillas”, o “Ticklekingdom”, como lo denominaba el Príncipe, que hablaba muchas lenguas entre ellas una muy extraña llamada Inglés.

El Príncipe fue desde entonces no sólo el esposo de la Princesa, sino “el Doctor Real”, que curaba a los pacientes con dosis de cosquillas que debían ser administradas, según prescripción facultativa, mañana, tarde y noche.

El reloj de Palacio marcaba la hora a la que, cada mañana, y como medida de prevención, cada súbdito debía hacer cosquillas a su pareja, para así asegurar la salud del Reino. Para aquellos casos en los que las personas vivieran solas y no  tuvieran a nadie que los despertara por la mañana con su dosis de cosquillas, había un grupo de médicos o “Tickle Doctors”, como se llamaban en la jerga profesional del Príncipe, que acudían cada mañana con una colección asombrosa de plumas, de los más vistosos colores y texturas maravillosas, visitando casa por casa a los solitarios necesitados.

Los Príncipes fueron felices, el Monarca fue el hombre más feliz de la tierra, y los súbditos los más risueños y sanos que en reino alguno pudieran encontrarse.

El doctor Tickle, otrora denostado por su pobre atuendo, fue el Príncipe más amado de la tierra: Recibió el cariño, el respeto y el agradecimiento de todos.

lunes, 27 de junio de 2016

EL NIÑO TRAVIESO



Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardía un buen fuego y se asaban manzanas. 

-Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.

-¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa, y el viento hacía temblar todas las ventanas. 

-¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo. 

-¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso. 

Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de frío y titiritaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros. 

El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurriole el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta. 

-¡Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas? 

-Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparó, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.

-Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano. 

- ¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-.

¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo!

Tensó el arco, púsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.-

¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. ¡Habíase visto un chiquillo más malo! ¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! 

El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente le habían herido en el corazón. 

-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño. 

Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quiá!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.

domingo, 26 de junio de 2016

¿Y QUÉ DICE DAVID?



Un obispo tenía un criado vizcaíno. Díjole una vez: Vaya Vd. al carnicero que se llama David y compre al fiado carne para mañana. Después de haber comprado Vd. la carne vaya Vd. a la iglesia, por ser domingo.

Predicando en la iglesia el obispo citaba autoridades de profetas en el sermón, diciendo: Dice Isaías, profeta...; dice Jeremías, profeta...; y mirando entonces hacia donde estaba su criado, dijo con énfasis prosiguiendo su sermón:

—Pero, ¿qué dice David?

El vizcaíno, su criado, pensando que a él le hablaba el obispo, respondió muy alto:

—David dice: 'No daré carne al obispo si primero no paga.'

jueves, 23 de junio de 2016

LA ESPADA Y EL AGUA



Un día en el mes de julio, al amanecer, en una isla lejana, la isla de Sri Lanka, salen cuatro monjes desde un templo muy antiguo hacia el río más cercano. En sus manos llevan cuatro vasijas de metal. Uno de los monjes, además, lleva una espada que en otros tiempos fue el arma de un guerrero en una importante batalla contra los demonios destructores del bosque.

Pero hoy es un día muy especial ya que por primera vez iré con mis padres y con los demás al río.

Es una larga caminata, pero aunque mi corazón palpita agitadamente, voy hacia el lugar sin detenerme en el camino. Por fin puedo ver a los monjes liderando nuestro grupo.

Mis padres me contaron varias veces que el monje mayor llega a un punto en el río que solo él conoce y en el momento indicado, corta el agua con la espada, como marcando el inicio de un nuevo año bendiciendo nuestras vidas. Cortar el agua siempre me pareció imposible pero me dijeron que hay un lugar en el río que sólo los monjes conocen y que el lugar exacto está marcado por una tienda cubierta de tela blanca y ramas de árboles por lo que no nadie puede ver el ritual. La gente tiene que esperar y observar desde donde se encuentren ubicados.

Llegamos y de inmediato la gente deja de hablar y todos miran hacia el rio con las manos enlazadas en una oración silenciosa.

Quiero preguntar mil cosas pero no me dejan hablar. En realidad hubiera sido inútil porque aquellos momentos son tan especiales para todos que al final tampoco me habrían prestado atención.

El monje mayor ingresa con la espada en aquella especie de tienda. El silencio es ahora abrumador y sólo yo puedo escuchar una voz a lo lejos. Me lo imagino ejecutando una danza con la espada, en un remolino de cantos mientras un guerrero, el dueño de la espada se aparecería. El guerrero tendría que luchar contra fantasmas modernos y antiguos, esos que siguen conspirando para destruirlo que nos rodea y acabar con el agua que todavía tenemos.

Tengo sed. Me siento impaciente pero ya sale de la tienda y los otros tres monjes que lo esperaban entran con sus vasijas de cobre dentro de la tienda.

Al salir las vasijas de cobre están llenas de agua. En un momento las llevarán de regreso al templo para cuidarlas hasta el año siguiente donde el mismo ritual se llevará a cabo.

Es el momento de lanzarse al agua, darse un baño o sumergir los pies. Hay muchos que recogen el agua en pequeños frascos. Veo a mi madre también llenar uno con devoción.

Entiendo que no es la espada sino el agua y entonces la ceremonia ancestral tiene sentido. De alguna forma me transformo en un guerrero y pienso en lo que vi, en lo que significa no tomar el agua como algo permanente o eterno y que es de propiedad de todos.

Voy a volver al río y encontrar mi espada en el reflejo de los últimos rayos del sol de aquella tarde en que el agua fue cortada en dos.

miércoles, 22 de junio de 2016

LA HERMOSA BASILISA



En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:

-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.

Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.

El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.

Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:

-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.

Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.

Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.

Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.

Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.

-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!

-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.

-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.

-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:

-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!

-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.

Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.

De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:

-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?

Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:

-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.

-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.

Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:

-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!

Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:

-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!

Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.

Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:

-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:

-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.

La Muñeca contestó:

-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.

Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.

Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.

-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.

-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.

Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.

-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.

-Examínalo todo tú misma, abuelita.

Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.

-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!

En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:

-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.

Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:

-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.

Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:

-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.

-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?

-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.

-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.

-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?

-Es mi Día Claro -contestó la bruja.

-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era ése?

-Es mi Sol Radiante.

-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?

-Es mi Noche Oscura.

Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.

-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.

-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.

-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?

-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.

-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!

Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:

-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.

La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.

La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.

-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.

Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.

Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:

-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.

La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.

A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:

-Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.

La anciana miró la tela y exclamó:

-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.

Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:

-¿Qué quieres, viejecita?

-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.

El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.

-¿Qué quieres por él? -preguntó.

-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.

El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:

-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.

-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.

-Bien; pues que me cosa ella las camisas.

Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:

-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.

Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.

Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:

-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.

Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.

-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.

Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.

Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz. 

martes, 21 de junio de 2016

LO QUE PUEDE HACER EL DINERO



Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar;
Al torpe hace discreto, hombre de respetar,
hace correr al cojo al mudo le hace hablar;
el que no tiene manos bien lo quiere tomar.

También al hombre necio y rudo labrador
dineros le convierten en hidalgo doctor;
Cuanto más rico es uno, más grande es su valor,
quien no tiene dinero no es de sí señor.

Y si tienes dinero tendrás consolación,
placeres y alegrías y del Papa ración,
comprarás Paraíso, ganarás la salvación:
donde hay mucho dinero hay mucha bendición.

El crea los priores, los obispos, los abades,
arzobispos, doctores, patriarcas, potestades,
a los clérigos necios da muchas dignidades,
de verdad hace mentiras, de mentiras hace verdades.

El hace muchos clérigos y muchos ordenados,
muchos monjes y monjas, religiosos sagrados,
el dinero les da por bien examinados,
a los pobres les dicen que no son ilustrados.

Yo he visto a muchos curas en sus predicaciones,
despreciar el dinero, también sus tentaciones,
pero, al fin, por dinero otorgan los perdones,
absuelven los ayunos y ofrecen oraciones.

Dicen frailes y clérigos que aman a Dios servir,
más si huelen que el rico está para morir,
y oyen que su dinero empieza a retiñir,
por quién ha de cogerlo empiezan a reñir.

En resumen lo digo, entiéndelo mejor,
el dinero es del mundo el gran agitador,
hace señor al siervo y siervo hace al señor,
toda cosa del siglo se hace por su amor.


martes, 14 de junio de 2016

EL MOSQUITO Y EL BUEY



Sobre el cuerno de un Buey iba posado
Un Mosquito muy ruin, pero muy tieso,
Y le dijo: «te veo algo cansado:
¿Es que yo te fatigo con mi peso?»


El Buey le contestó: «¡bicho menguado!
Solo a ti te ocurriera decir eso:
¿Piensas que ni siquiera te he sentido?
Cuanto más ruin el ruin, más presumido.»

sábado, 11 de junio de 2016

EL BAÑO DEL CERDO



En agua de Colonia
Bañaba a su Marrano Doña Antonia
Con empeño ya tal, que daba en terco;
Pero a pesar de afán tan obstinado,
No consiguió jamás verle aseado,
Y el Marrano en cuestión fue siempre Puerco.

Es luchar contra el sino
Con que vienen al mundo ciertas gentes,
Querer hacerlas pulcras y decentes:
El que nace Lechón, muere Cochino.


viernes, 10 de junio de 2016

EL GATO QUE LE CORTAN LAS UÑAS



Las uñas muy pacato
Con las tijeras se cortaba un Gato,
Y viéndolo un Ratón, fue y se lo dijo
A su madre la Rata en su escondrijo.

— «¡Ay, qué nueva tan fausta, madre mía,
Vengo a traeros! el Ratón decía :
Ya el Galo aquel... ¡resolución bizarra!
Se despunta una garra y otra garra;

Y eso me prueba a mí con evidencia
Que al fin le ha remordido la conciencia,
Renunciando con cuerdas reflexiones
A cazar Ratas y atrapar Ratones.»

— «¿Sí? la Rata le dijo:
Pues mal conoces á los Gatos, hijo.
Él se corta las uñas; pero es solo
Para mejor disimular su dolo.

Pues a su zarpa, aun de pinchar privada,
Le queda libre al fin la manotada;
Y aunque a ti desarmadas te parecen
Sus pérfidas pezuñas.

No hay que fiar. ¿No sabes que las uñas,
Al que más se las corta, más le crecen?»