martes, 28 de octubre de 2014

ÉRASE UNA VEZ



Erase una vez una viuda que tenía dos hijas. La mayor asemejaba a la madre en todo, tanto físicamente como en el carácter, quien veía a la madre veía a la hija. Las dos eran sumamente antipáticas y llenas de soberbia, a tal punto que nadie quería estar cerca de ellas, ni vivir junto a ellas.

La más joven por el contrario, tenía una dulzura increíble, y por la bondad del corazón, era el retrato de su padre, y era de una belleza incomparable que era difícil encontrar otra joven tan bella como ella. Naturalmente, como todos aman a sus semejantes, la madre tenia predilección por la mayor y sentía por la menor una aversión y repugnancia espantosa.

Le hacía comer en la cocina, y todos los quehaceres de la casa le tocaban a ella. Aparte de todo, esta pobre niña debía dar dos viajes a una fuente distante, de más de una milla y media a buscar agua y traer un gran cántaro lleno.

Un día mientras estaba en la fuente llenando su cántaro, se le acerca una pobre vieja, quién le rogó que le diera agua de beber. "Pero claro, abuelita, con mucho gusto." respondió la niña, "espere que le llene la jarra". Inmediatamente la limpió, la llenó con agua fresca y se la presentó, sosteniéndola en sus propias manos para que bebiera cómodamente y hasta saciarse. Cuando hubo bebido, la viejita le dijo: "Eres tan buena, y tan bella que por esto no puedo hacer menos que darte un regalo". Aquella era un hada que había tomado la forma de una vieja campesina para ver hasta donde llegaba la bondad de la jovencita. Y continuó."Te doy por regalo que por cada palabra que sale de tu boca brotará o una flor o una piedra preciosa".
 
La muchacha regresó a la casa con el cántaro lleno, algunos minutos más tarde; la madre estaba hecha una furia por el minúsculo retardo. "Mamá, ten paciencia, te pido perdón" dijo la hija toda humilde, y en tanto hablaba le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos diamantes enormes. "Pero qué sucede aquí!!" dijo la madre estupefacta, "me equivoco o estás escupiendo perlas y diamantes!... Oh pero cómo, hija mía?..."

Era la primera vez en toda su vida que la llamaba así y en tono afectuoso. La niña contó ingenuamente todo lo que le había sucedido en la fuente; y mientras hablaba, brotaban los rubíes, topacios de sus labios. "Oh, qué fortuna!", dice la madre, "necesito enviar también a esta otra niña.

Mira, Cecchina, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla. Te gustaría tener también a ti este don?... Es necesario que solamente vayas a la fuente de agua y si una viejita te pide agua, dásela con mucha amabilidad." "¡No faltaba más, ir a la fuente ahora!" reclamó la otra. "¡Te digo que vayas ahora mismo!" Gritó la mamá.

Salió corriendo la muchacha, llevando consigo la más bella jarra de plata que había en la casa. ... Apenas había llegado a la fuente, apareció a una gran señora, vestida magníficamente, que le pide un poco de agua. Era la misma hada que había aparecido a su hermana; pero había tomado el aspecto y vestuario de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la malacrianza de esa joven. "¡Pero claro" dice la soberbia, "que he venido aquí para darle de beber a usted! ...¡Seguro!...Para darle de beber a usted y no a otra persona!...Un momento, si tiene sed, la fuente está ahí!" "Tienes muy poca educación, muchacha..." dijo el hada sin inmutarse "Ya que eres tan maleducada te doy por regalo, que por cada palabra pronunciada saldrán de tu boca una rana o una serpiente".

Apenas la vio la madre a lo lejos, que le grita a plena voz: "¿Como te fue, Cecchina?" "¡No me molestes mamá!, replicó la muchacha; e inmediatamente escupió dos víboras y dos ranas Oh Dios, que veo!... la culpa debe ser toda de tu hermana!, me las pagará!" Y se movió para pegarle. Aquella pobre joven huyó del rencor y fue a refugiarse en el bosque cercano.

El hijo del Rey que regresaba de la caza la encontró en un sendero, y viéndola tan hermosa, le preguntó qué hacía en ese lugar tan sola, y porqué lloraba tanto. "Mi madre me ha sacado de la casa y me quería golpear" Respondió la joven. E hijo del Rey quien vio salir de aquella boca cinco o seis perlas y otros tantos brillantes, le rogó que le contara cómo era posible algo tan maravilloso. Y la muchacha le contó toda la historia de lo que le había sucedido.

El príncipe real se enamoro de inmediato de ella, y considerando que el don del hada era mas valioso que cualquier dote que ninguna de las damas del reino podrían tener, la llevo sin chistar a palacio y se casó con ella. La otra hermana, mientras tanto se hizo odiar por todos de tal manera, que su misma madre la sacó de la casa; y la desgraciada joven después de tratar de convencer a muchos de que la recibieran, todo en vano; se fue a morir al fin del bosque.

jueves, 23 de octubre de 2014

EL PASTORCITO Y LA SERPIENTE



Un pastorcillo sacaba todos los días su pequeño rebaño de ovejas y cabras a pastar por los campos. Tendría unos ocho años de edad y su mayor ilusión era ir a la escuela para aprender cosas. Eran cinco hermanos y en horas del colegio, él siempre tenía que estar con su pequeño rebaño en el campo.

Un día le dijo a su madre, que quería ir a la escuela para aprender cosas y la madre con mucha pena le contestó: -hijo mío, que más quisiera yo, pero eres el mayor de tus hermanos y como bien sabes, tu padre está muy enfermo y no puede trabajar cuando papá se ponga bien podrás ir a la escuela, de momento y aunque me duele mucho decírtelo, no puedes, hay que sacar el rebaño para que pueda pastar y con la leche que sacamos, podemos comer tus hermanos, tú y nosotros-

Guillermo, que era como se llamaba el pastorcillo, ese día se fue a dormir triste por que de momento no podía ir a la escuela y a la vez muy contento, por que gracia a él, su familia no pasaría hambre.


Al día siguiente y como siempre, Guillermo sacaba su rebaño a pastar y para llegar a los tiernos pastos, tenía que pasar por delante de la escuela, donde los niños más afortunados estudiaban.

Aunque algunos niños que estaban en la escuela por lo visto no la aprovechaban mucho, solían decirle en tono burlesco: -Guillermo, si no estudias, serás un analfabeto, un burro- y se burlaban de él.

Sobre las doce de ese mismo día estando sentado y repostado sobre el tronco de una vieja higuera, le entró un sueño muy dulce y se quedó dormido y una vez dormido, tuvo un extraño sueño.

Su sueño: “Tú lo que tienes que hacer, es llevar el rebaño a donde no haya comida, o perder alguna oveja y cuando lo hayas hecho varias veces, veras como tus padres no te manda más con el rebaño y entonces, veras como si que podrás ir al colegio”

Cuando se despertó de aquel extraño sueño, se juntó con un amigo, que como él, tenía que cuidar un rebaño y le pasaba lo mismo, no podía ir al colegio.

-¿Que llevas en el sombrero de paja?- le preguntó Bernardo, que era como se llamaba el amigo.

Guillermo se quitó el sombrero y pudo comprobar con asombro, la camisa de una serpiente enroscada en la copa de su sombrero.

Bernardo al verlo tan sorprendido, le preguntó: -No me digas, que no te habías dado cuentas-

-No, la verdad es que no, lo que si he tenido un sueño muy extraño-

-¿Es que te has quedado dormido?-

-Si, me entró de repente un sueño muy dulce y ha sido cuando he tenido el sueño-

-¿Y que sueño ha sido ese?-

-Como tú sabes, yo tengo muchas ganas de ir a la escuela-

-Si, eso ya lo se, me lo dices todos los días. En el sueño una voz me decía: -Si llevaras el rebaño, a donde no hubiera comida, o perdieras alguna que otra oveja, tus padres no te mandarían más con el rebaño y si que podría ir a la escuela-

-Oye, no es mala idea-

-Que me dices, tú estas loco, si yo no diera de comer a mi rebaño, para que produzca leche, no tendríamos en casa para comer. Además mí papá está muy enfermo y yo soy el mayor de mis hermanos y tengo que cuidar el rebaño, para que ellos no pasen hambre-

Ese día cuando volvió a su casa, le contó a su madre, lo que le había pasado.

-Mamá: hoy me ha pasado una cosa muy extraña, me he quedado dormido en el campo y he tenido un sueño muy raro. Además, una serpiente me ha dejado su camisa enroscada en mi sombrero-

-¿Que sueño ha sido, hijo, que me estás asustando?- le preguntó su madre, con preocupación. 

-Una voz muy persistente, me decía que llevara el rebaño a donde no hubieran pastos, o que perdiera alguna oveja y que si lo hiciera muchas veces, seguro que conseguiría ir a la escuela, por que para ustedes, no serviría como pastor y entonces me enviarías a la escuela-

-¿Hijo y tú que piensas de todo esto?- 

-Que no estoy de acuerdo mamá, que si para que yo aprenda cosas en la escuela, tienen que pasar hambre, mi familia y mis ovejas, con lo que se, ya tengo bastante-

Su madre lo abrasó y dándole un dulce beso, le dijo: -Hoy soy la mujer más feliz del mundo-

-¿Por que mamá?- -Hoy ha venido un joven sediento a pedirme agua y cuando estaba bebiendo, ha sentido a tu padre toser. Al sentirlo, me ha preguntado si había algún enfermo en la casa, le dije que mi marido. Entonces me dijo que él, era médico y que si no tenía inconveniente, podría visitarlo. Yo le contesté que si y le acompañe a donde estaba tu padre y cuando estábamos junto a él, me dijo que le llevara una palangana con agua- 

Cuando volví, me dio la mayor de las alegrías, diciéndome, que tu padre estaba prácticamente curado y que muy pronto podría trabajar y también, por tener un hijo tan maravilloso como tú. Además no me ha querido cobrar nada, me ha dicho que ya había cobrado: -dijo la madre y se abrasó de nuevo a su hijo-

EL PRINCIPE QUE SE CASÓ CON UNA MICA



Había una vez un rey que tenía tres hijos. Y el rey estaba desconsolado con sus hijos, porque los encontraba algo mamitas y él deseaba que fueran atrevidos y valientes. Se puso a idear cómo haría para sacarlos de entre las enaguas de la reina, quien los tenía consentidos como a criaturas recién nacidas y no deseaba ni que les diera el viento.

Un día los llamó y les dijo -Muchachos, ¿por qué no se van a rodar tierras? Le ofrezco el trono a aquel que venga casado con la princesa más hábil y bonita. Y lo mejor será que no digan nada a su mamá, porque ¿quién la quiere ver, si ustedes chistan algo de lo que les he propuesto?

Y dicho y hecho: a escondidas de la reina los príncipes alistaron su viaje. Para no dar malicia, no salieron todos el mismo día: primero salió el mayor, un lunes; después el de en medio, el miércoles; y el menor, el sábado.

El mayor cogió la carretera y anda y anda, llegó al anochecer a pedir posada a una casita aislada entre un potrero. Cuando se acercó, oyó unos gritos dolorosos, se asomó por una hendija y vio a una vieja que estaba dando de latigazos a una pobre miquita que lloraba y se quejaba como un cristiano, encaramada en un palo suspendido por mecates de la solera. El príncipe llamó: ¡Upe! ña María…

La vieja se asomó alumbrando con la candela.

Era una vieja más fea que un susto en ayunas: tuerta, con un solo diente abajo, que se le movía al hablar, hecha la cara un arruguero y con un lunar de pelos en la barba.

El joven pidió posada y la vieja le contestó de mal modo que su casa no era hotel, que si quería se quedara en el corredor y se acostara en la banca.

El príncipe aceptó, porque estaba muy rendido. Desensilló la bestia, la amarró de un horcón y él se echó en la banca y se privó.

Allá muy a deshoras de la noche, se levantó asustado porque alguien le tiraba de una manga. Sobre él, colgando del rabo, estaba la mica, que se había salido quién sabe por dónde.

Iba a gritar el príncipe, pero ella le puso su manecita peluda en la boca y le dijo: No grites, porque entonces va y me pillan aquí y me dan otra cuereada. Mira, vengo a proponerte matrimonio y me sacas de esta casa.

Al muchacho le cogieron grandes ganas de reír, y no fue cuento, sino que reventó en una carcajada.

–Tú eres tonta– le contestó–. ¿Cómo me voy yo a casar con una mica? Si quieres te llevo conmigo, pero para divertirme.

La pobre animalita se echó a llorar. –Así no, entonces no; yo sólo casada puedo salir de aquí. Y se puso a contar los malos tratos que le daba la vieja y a querer que le tocara su cuerpo y viera como lo tenía de llagado de los golpes. Pero el príncipe no la veía, porque se había vuelto a dejar caer y estaba dormido. Otro día muy de mañana se levantó y oyó otra vez a la vieja dando de escobazos a la mica.

No tuvo lástima y siguió su camino.

Eso mismo le pasó al hijo segundo, quien siguió por la misma carretera. Este tampoco quiso cargar con la mica.

El tercero tomó también la carretera y al anochecer llegó a la casita del potrero. Y la misma cosa: la vieja dando de palos a la mica. Pero éste tenía el corazón derretido y no podía con la crueldad. Abrió la puerta, le quitó el palo a la vieja y la amenazó con darle con él si no dejaba a aquel pobre animal.

La vieja se puso como un toro guaco de brava y no quería dar posada al príncipe, pero él dijo que se quedaría en la banca del corredor y que allí pasaría la noche, aunque se enojara el Padre Eterno.

Y de veras, allí pasó la noche.

Allá en la madrugada lo despertaron unos jalonazos que le daban. Despertó azorado, restregándose los ojos. Una manita peluda le tapó la boca. Como ya comenzaban las claras del día, distinguió a la mica que se mecía sobre él, agarrada del techo por el rabo. Y la miquita se puso a llorar y a contarle su martirio. Luego le propuso matrimonio. Al principio el joven le llevó el corriente y quiso tomarlo a broma: le ofreció llevarla consigo y tratarla con mucho cariño, pero la mica comenzó a sollozar con una gran tristeza y por su carita peluda corrían las lágrimas.

–Así no– contestó– es imposible. Esta mujer es bruja y sólo si hallo quien se case conmigo, podré salir de entre sus manos.

Este príncipe, que siempre había sido de ímpetus, se decidió de repente a casarse con la mica. Donde dijo que sí, retumbó la casa y entre un humarasco apareció la bruja que gritaba: –¡Y ahora carga con tu mica para toda tu vida!-

El sintió de veras como si una cadena atara a su vida la de aquel animal. El príncipe montó a caballo y se puso la mica en el hombro. Conforme caminaban reflexionaba en su acción, y comprendía que había hecho una gran tontería.

A cada rato inclinaba más su cabeza. ¿Qué iba a decir su padre cuando le fuera a salir con que se había casado con una mona? ¡Y su madre, que no encontraba buena para sus hijos ni a la Virgen María! ¡Cómo se iban a burlar sus hermanos y toda la gente! La mica, que parecía que le iba leyendo el pensamiento, le dijo: –Mire, esposo mío. No vayamos a ninguna ciudad… metámonos entre esa montaña que se ve a su derecha y en ella encontraremos una casita que será nuestra vivienda.

El otro obedeció y a poco de internarse, dieron con una casa de madera que no tenía más que sala y cocina, con muebles pobres, pero todo que daba gusto de limpio. Al frente estaba una huerta y atrás un maizal y un frijolar, chayotera y matas de ayote que ya no tenían por donde echar ayotes.

La mica pidió al príncipe que fuera a buscar leña; ella cogió la tinaja y salió a juntar agua a un ojo de agua que asomaba allí no más. Un rato después, por el techo salía una columnita de humo y por la puerta, el olor de la comida que preparaba la mica y que abría el apetito.

Y así fue pasando el tiempo.

Los tres príncipes habían quedado en encontrarse al cabo de un año en cierto lugar.

El marido de la mica siempre estaba muy triste y pensaba no acudir a la cita. Pero ella, cuando se iba acercando el día señalado, le dijo: –Esposo mío, mañana váyase para que el sábado esté en el lugar en que encontrará sus hermanos.

El le preguntó: –¿Cómo sabes vos?

Pero ella guardó silencio.

De veras, otro día partió. La mica tenía los ojos llenos de agua al decirle adiós y a él le dio mucha lástima.

Cuando llegó al lugar, ya estaban allí sus hermanos, muy alegres. Le contaron que se habían casado con unas princesas lindísimas, que tenían unas manos que sabían hacer milagros.

El pobre no masticaba palabra y al oírlos, sentía ganas de que se lo tragara la tierra.

–Y vos, hombre, cuéntanos cómo es tu mujer– le preguntaron.

No se atrevió a confesar la verdad y les metió una mentira: –Es una niña tan bella que se para el sol a verla, y sabe convertir los copos de algodón en oro que hila en un hilo más fino que el de una telaraña.

Y sus hermanos al escucharlo, sintieron envidia. Cuando llegaron donde sus padres, fueron recibidos con gran alegría. Cada uno se puso a poner a su esposa por las nubes.

–Bueno– les dijo el rey– quiero antes que nada ver los prodigios que saben hacer. Cada una va a hilar y a tejer una camisa para mí y otra para la reina, tan finamente, que un muchachito de pocos meses las pueda guardar en su mano. A ver cuál queda mejor. Les doy un mes de plazo.

Volvieron los príncipes donde sus mujeres y les explicaron el deseo del rey.

Inmediatamente las princesas encargaron seda finísima y se pusieron a hilar. La mica no hizo nada, ni volvió a mentar la camisa. El marido la llamaba al orden, pero se hacía como si no fuera con ella y el príncipe se ponía cada vez más triste. El día de ir al palacio, lo despertó la mica muy de mañana; ya le tenía el caballo ensillado.

–¿Para qué me has ensillado mi bestia? No pienso ir adonde mis padres, porque no puedo llevarles lo que me pidieron.

Entonces ella le entregó dos semillas de tacaco.

–Aquí están las camisas– le dijo.

El muchacho no quería creer, pro la mica le dijo que si al abrirlas ante su padre no tenía lo que deseaba, él quedaría libre de ella.

Partió el príncipe y en el camino encontró a sus hermanos, que en cajas de oro, llevaban las camisas de un tejido de seda muy fino. Las costuras apenas si se veían y los botones eran de oro. Cuando el menor enseño sus semillas de tacaco, los mayores le hicieron burla. Al llegar ante el rey, se regocijó éste del trabajo de las dos nueras y se puso furioso cuando el otro le dió las semillas de tacaco. Como las cogió con cólera, las destripó y entonces de cada una salió una camisa de tela tan fina que una hoja de rosa se veía ordinaria a la par, y de una blancura tal, que parecía tejida con hebras hiladas del copo de la luna. Los botones eran piedras preciosas y las costuras no se podían ver ni buscándolas con lente. El rey y la reina casi se van de bruces y los hermanos salieron avergonzados y envidiosos.

Bueno–dijo el rey–. Estoy muy satisfecho del trabajo de vuestras esposas. Ahora que cada una me envíe un plato. Quiero ver cuál cocina mejor. Les doy una quincena de plazo.

El menor volvió muy contento donde su mica y le contó el nuevo capricho de su padre. La mica no volvió a mencionar el asunto, pero el príncipe esta vez esperó pacientemente. Eso sí, se sintió algo intranquilo cuando llegado el día, la vio coger para el cerco y volver con un gran ayote que echó a cocinar en la olla.

–Me le va a llevar esto a su tata– le dijo sacándolo y echándolo en un canasto.

El no hallaba como ir llegando con aquello. Pero los ojillos de la mica estaban nadando en malicia. Entonces se decidió, cogió su canasta y echó a andar. En el camino encontró a sus hermanos que venían seguidos de criados cargados de bandejas de oro y plata, con manjares exquisitos preparados por sus esposas.

Cuando lo vieron a él con su ayote entre un canasto, se burlaron y le hicieron chacota.

Se sentaron a la mesa y comenzaron a servir los platos y el rey y la reina hasta que se chupaban los dedos. Pero cuando fueron entrando con el ayote entre el canasto, el rey se enfureció como un patán y lo cogió y lo reventó contra una pared. Y al reventarse, salió volando de él una bandada de palomitas blancas, unas con canastillas de oro en el pico, llenas de manjares tan deliciosos como los que se deben de comer en el cielo en la mesa de Nuestro Señor; otras con flores que dejaban caer sobre todos los presentes. ¡Ave María! ¡Aquello si que fue algazara y media!

El rey les dijo: –Bueno, ahora quiero que me traigan una vaquita que ojalá se pueda ordeñar en la mesa, a la hora de las comidas. Les dió ocho días de plazo.

Los príncipes se fueron renegando de su padre tan antojado. Llegaron de chicha a contar cada uno a su esposa el antojo del rey. Sólo el menor no dijo nada, porque la cosa le parecía imposible.

A los ocho días fue entrando la mica con un cañuto de caña de bambú y lo entregó a su esposo: –Tome, hijo, y vaya al palacio. Tenga confianza y verá que le va bien. No lo abra hasta que llegue.

El muchacho cogió el cañuto y partió. En el patio encontró a sus hermanos con unas vaquitas enanas del tamaño de un ternero recién nacido y llenas de cintas. Al verlo entrar sin nada, se pusieron a codearse y a reír.

A la hora del almuerzo fueron entrando con sus vacas y se empeñaron en que se subieran a la mesa, pero allí los animales dejaron una quebrazón de loza y una hasta una gracia hizo en el mantel. El rey y la reina se enojaron mucho y se levantaron de la mesa sin atravesar bocado.

A la comida, el rey preguntó a su hijo menor por su vaquita. El sacó el cañuto de caña de bambú, lo abrió y va saliendo una vaquita alazana con una campanita de plata en el pescuezo y los cachitos y los casquitos de oro. Las teticas parecían botoncitos de rosa miniatura. Se fue a colocar muy mansita frente al rey sobre su taza, como para que la ordeñara. El rey lo hizo y llenó la taza de una leche amarillita y espesa. Después se colocó ante la reina e hizo lo mismo, y así fue haciendo en cada uno de los que estaban sentados. Todos tenían un bigote de espuma sobre la boca.

Por supuesto que ustedes imaginarán cómo estaban los reyes con su hijo menor. ¡Ni para qué decir nada de esto!

Los otros, que se veían perdidos, salieron con el rabo entre las piernas.

–Ahora– dijo el rey– quiero que me traigan a sus esposas el domingo entrante.

–¡Aquí sí que me llevó la trampa! –pensó el hijo menor. Por un si acaso, se fue a las tiendas y compró un corte de seda, un sombrero, guantes, zapatillas, ropa interior, polvos, perfume y qué sé yo.

Y llegó con sus regalos adonde su esposa y le contó lo que deseaba su padre. La mica se hizo la sorda y en toda la semana trabajó nada más que en sus labores de costumbre: barrer, limpiar, hacer la comida y lavar.

Cada rato el marido le decía: –Hija, ¿por qué no saca el corte que le traje y hace un vestido?

Pero ella lo que hacía era encaramarse en su trapecio que estaba suspendido de la solera y hacer maroma colgada del rabo.

Cuando la veía en estas piruetas al príncipe se le fruncía la boca del estómago de la vergüenza… ¡Si su esposa no era sino una pobre mica!

El sábado pidió a su marido que fuera a conseguir una carreta y que la pidiera con manteado para ir así a conocer a sus suegros. El quiso persuadirla de que era muy feo ir en carreta, menos adonde el rey; que se iban a reír de ellos; que la gente de la ciudad era rematada y que por aquí y por allá. Pero la mica metió cabeza y dijo que si no iba en carreta, no iría.

El príncipe pensaba que eso sería lo mejor, y a ratos intentó no volver a poner los pies en el palacio, pero el caso es que fue a buscar y contratar la carreta.

El domingo quiso que su esposa se arreglara y adornara, que se envolviera siquiera en la seda que él había traído, porque deseaba que no le vieran el rabo. La mica, que era cabezona como ella sola, no quiso hacer caso y le contestó:

–Mire, hijo, para el santo que es con un repique basta–. Y se pasó la lengüilla rosada por el pelo.

Lo mandó que se fuera adelante y ella se metió entre la carreta.

El príncipe encontró de camino a sus hermanos que iban en sendas carrozas de cuatro caballos, cada uno con su esposa llena de encajes y plumas que pegan al techo del coche. Eran hermosas, no se podía negar, y el joven volvió la cabeza y pegó un gran suspiro cuando allá vio venir la carreta pesada y despaciosa.

–¿Y tu mujer? –preguntaron los hermanos.

– Allá viene en aquella carreta -

Las señoras se asomaron y se taparon la boca con el pañuelo para que su cuñado no las viera reír. Los príncipes se pusieron como chiles, al pensar lo que podrían imaginar sus mujeres al ver que su cuñada venía entre una carreta cubierta con un manteado como una campesina cualquiera.

Llegaron a la puerta del palacio. El rey y la reina salieron a recibir a sus hijos. Las dos nueras al inclinarse les metieron los plumajes por la nariz. En esto la carreta quiso entrar en el patio, pero los guardias lo impidieron.

–¿Y tu esposa? –preguntó el rey al menor de sus hijos, que andaba para adentro y para afuera haciendo pinino.

–Allí viene entre esta carreta– contestó chillado.

–¡Entre esa carreta! ¡Pero hijo, vos estás loco!

Y el gentío que estaba a la entrada del palacio se puso a silbar y a burlarse, al ver la carreta con su manteado detrás de aquellas carrozas que brillaban como espejos.

El rey gritó que dejaran pasar la carreta.

Y la carreta fue entrando, cararán cararán… Se detuvo frente a la puerta…

¡Al príncipe un sudor se le iba y otro se le venía! Deseaba que la tierra se lo tragara.

Tuvo que sentarse en una grada, porque no se podía sostener. ¡Ya le parecía oír los chiflidos de la gente donde vieran salir de la carreta una mica!

¡Pero fue saliendo una princesa tan bella que se paraba el sol a verla, vestida de oro y brillantes, con una estrella en la frente, riendo y enseñando unos dientes, que parecían pedacitos de cuajada!

Lo primero que hizo fue buscar al menor de los príncipes. Le cogió una mano con mucha gracia y le dijo: –Esposo mío, presénteme a sus padres–. Cuando se los hubo presentado, los reyes se sintieron encantados porque hacía unas reverencias y decía unas cosas con tal gracia, como jamás se había visto.

El rey en persona la llevó de bracete al comedor y la sentó a su derecha. Durante la comida, sus concuñas, que no le perdían ojo, vieron que la princesa se echaba entre el seno, con mucho disimulo, cucharadas de arroz, picadillo, pedacitos de pescado y empanadas. Por imitar hicieron lo mismo. Después hubo un gran baile. Cuando empezaron a bailar, la princesa se sacudió el vestido y salieron rodando perlas, rubíes y flores de oro. 

Las otras creyeron que a ellas les iba a pasar lo mismo y sacudieron sus vestidos, pero lo que salió fueron granos de arroz, el picadillo, los pedazos de carne y las empanadas. Los reyes y sus maridos sintieron que se les asaba la cara de vergüenza.

Luego el rey cogió a su hijo menor y a su esposa de la mano y los llevó al trono. –Ustedes serán nuestros sucesores– les dijo. Pero ella con mucha gracia le contestó: Le damos gracias, pero yo soy la única hija del rey de Francia, que está muy viejito y quiere que mi esposo se haga cargo de la corona.

Al oír que era la hija del rey de Francia, el rey casi se va para atrás, porque el rey de Francia era el más rico de todos los reyes, el rey de los reyes, como quien dice. La princesa habló algunas palabras al oído de su marido, quien dijo a su padre:

–Padre mío, ¿por qué no reparte su reino entre mis dos hermanos? Así estará mejor atendido.

Al rey le pareció muy bien y allí mismo hizo la repartición. Los hermanos quedaron muy agradecidos. Luego se despidieron y se fueron para Francia en una carroza de oro con ocho caballos blancos que tenían la cola y las crines como cataratas espumosas. Esta carroza llegó cuando la carreta que trajo a la princesa iba saliendo del patio del palacio, y cuando estuvieron solos, la niña le contó que una bruja enemiga de su padre, porque éste no había querido casarse con ella, se vengó convirtiéndole a su hija en una mica la que volvería a ser como los cristianos cuando un príncipe quisiera casarse con esa mica.
Y después vivieron muy felices.

jueves, 16 de octubre de 2014

NILU Y SU GATITO



Nilu decía a todo el que quería oírla que su gatito Gato era sorprendentemente listo.

Presentó a su Gatito al señor perro, al gallo Ki y al pájaro Pio.

Un día la madre de Nilu escucho piar en la habitación de la niña.

-¿No tendrás un pájaro Nilu?-

-No mama, es mi Gatito- el gatito hizo pio pio

-¡Dios mío!- exclamo la madre de la niña. -este gato esta loco-

-No mama es que...- la madre no le dejo acabar la frase.

Otro día el padre de Nilu escucho ladrar.

-Nilu no tendrás un perro en la habitación-

-No papá, es Gato- el gatito hizo guau guau.

-¡Santo cielos este gatito esta enfermo!-

-No papa es que es...- Pero tampoco le dejo acabar la frase.

Una mañana muy temprano los padres de Nilu se despertaron asustados al oír un gallo cantar. Corrieron a la habitación de Nilu, sobre el armario de la niña estaba Gato dando los buenos días con su quiquiriquí.

-Esto no puede continuar así, tendremos que llevarlo al veterinario, este gato esta muy loco- Y así fue, como padres, niña y el gato fueron a visitar al veterinario,

-A ver Gato, qué es lo que dicen que puedes hacer ¿guau?.- Pregunto el veterinario.-Y el gatito hizo gua gua

-Y piar, sabes piar?- Y el gato pió

-Nilu, por qué crees que tu gatito es tan raro, ¿qué le puede estar pasando?-

-Nada- dijo la niña

-¿Nada?- Preguntaron padres y veterinario

-Mi gatito no es raro, es muy listo por que sabe idiomas-

-Pues sí que es listo- dijo el veterinario

- Miau miau- dijo Nilu. -eso es lo que siempre digo yo, que mi gatito es muy listo-

viernes, 3 de octubre de 2014

LA NIÑA TRISTE



No obstante, su vida era difícil y ajetreada. Nunca le alcanzaba el tiempo para algo más que trabajar.

Aunque siempre era la misma rutina, al final del día el tiempo simplemente se le escurría como los días calurosos de verano al entrar el otoño seguido por el invierno.

Todas las semanas eran lo mismo, de su casa al trabajo, del trabajo al café de la esquina, del café de la esquina al trabajo y del trabajo, finalmente, a su casa.

Eran los fines de semana cuando podía tomar una siesta de dos horas para respirar tranquilamente y relajarse antes de comenzar el papeleo que tenía que revisar y tener listo para el lunes.

Un día, mientras iba de regreso a su casa, desde la oscuridad de la noche se le cruzó por el camino una Niña que llevaba un osito de peluche apretado en su bracito junto al corazón.

La pequeña no llevaba zapatos y su vestidito, ya gastado, tenia hoyitos en las bolsitas que lo decoraban.

El joven hombre, sorprendido por la casualidad, no supo qué hacer ante la presencia de la niña. Jamás había visto a alguien caminar las calles a altas horas de la noche.

Calladamente la observó, sin hacer el más mínimo ruido para no asustarla, mientras mil cosas pasaban por su mente pero ni una que lo dejara conforme ante la presencia.

-¿Una Niña? ¿A esta hora de la noche? ¿Quizá esté perdida o fue abandonada?

No, nada tenía sentido. Nada. Nada. Quiso hablarle pero su boca era muda, ni una media palabra pudo pronunciar.

Siguió mirándola fijamente pero la pequeñita parecía ignorar la presencia del joven. Sin decir nada, la Niña siguió caminando aun con su osito en su brazo.

Cuando el joven giró para ver a donde se dirigía la Niñita, y para su sorpresa, la pequeña ya se había esfumado entre la noche.

Ni un ruido ni una sombra, simplemente la pequeña se había esfumado como el humo. Perplejo, perdido y paralizado quedó el joven ante lo ocurrido. Ni un ruido, ni una sombra. Nada.

Se iba adentrando más la noche y él seguía parado en el mismo lugar. El miedo empezó a apoderarse de todo su cuerpo; el sudor frio le corría por la espalda y su respiración era cada vez más rápida. Sus manos empezaron a sudar incontrolablemente y su boca era un desierto.

Duró un momento en el mismo lugar tratando de recuperar la calma. Consiguió parpadear varias veces y finalmente dar unos cuantos pasos. Respiró profundamente y cerró sus ojos.

Poco a poco fue recuperándose del congelamiento. Dio unos cuantos pasos más. Aun sentía miedo, pero se reafirmó y caminó hacia la oscuridad de la noche donde pensó que la Niña podría haber ido.

Las calles se hacían más y más oscuras. Había un silencio panti onezco que volvería loco a cualquiera, pero no al joven. El seguía caminando, con miedo pero firme en su decisión de seguir los pasos de la Niña.

-Pero, si aquí no hay nadie.- pensó.

Se detuvo y miró hacia los lados. Nada. No había nada por ningún lugar.

-¿Y si fue una alucinación mía?- se pregunto.

En ese momento, entre las sombras, una figura pequeña hacía su presencia. El joven dio unos pasos hacia atrás, tratando de mantener su balance. La figura se detuvo a una corta distancia de él y lentamente iba levantando su cabecita volviéndose hacia donde el joven estaba parado.

Era ella, La Niñita, y aun mantenía su osito apretado en su brazo.

Él respiró profundamente dejando salir un sonido ahogado. Su corazón empezó a latir más fuerte, interrumpiendo la música del silencio muerto. BOOM, BOOM, BOOM, BOOM… La pequeña se percató del sonido que se estrellaba en el pecho del joven.

-¿Por qué tienes miedo?- le pregunto la pequeña.

Con una voz temblorosa que apenas se podía escuchar le contestó, -yo… yo… yo no te…tengo mi…miedo.- Trató de controlarse lográndolo poco a poco, y de la nada la luz de la calle se prendió.

La Niña lo veía sin parpadear. Sus ojos eran profundos, profundos como el mar. Había un brillo muy peculiar en ellos.

Un brillo que no reflejaba felicidad sino una profunda tristeza que ni el mismo joven podía descifrar. La Niña bajó la mirada lentamente.

-¿Escuchas eso?-

Él la miró abrumado por la pregunta. La noche era una tumba, pues no había ruido alguno que el joven pudiera percatar.

-Vienen por mí. ¿Escuchas los pasos? Ya vienen por mí.-

El joven no sabía que responder. Aun no lograba escuchar lo que la Niña sí.

-Ya están a punto de llegar. ¿Quieres conocerlos? Son mi familia.-

-¿Tu familia?- pregunto dudoso.

-Sí, mi familia ya viene. Por fin nos vamos de aquí.-

-¿Y… y a dónde se van?-

-A un lugar donde tú no puedes venir… aun.-

-Pero, si yo no me quiero ir. Yo vivo aquí y aquí tengo mi casa y mi trabajo. No necesito de ir a ningún otro lugar.-

-Sabes, algún día te iras de aquí dejando todo: tú casa, tú trabajo, todo…-

-¿Cómo lo sabes?-

-Sólo te puedo decir que lo sé… mira, ya llegaron por mí.-

El joven giró, y, ahí estaban, dos figuras pequeñas igual que la niña. Se acercaban poco a poco hacia la Niña con una sonría.

El brillo de triste que antes gobernaba en los ojos de la pequeña se borró completamente de su mirada profunda como el mar.

-¡Por fin llegaron! Los estaba esperando. Es hora de irnos.-

-¿Pero, a donde van? Son muy pequeños para andar solos por las calles. ¿Y sus papas?-

-Ellos nos esperan allá a donde vamos.- respondió uno de los niños.

El joven estaba completamente perdido. No lograba entender nada de lo que había sucedido esa noche. Todo era confuso.

Cerró los ojos para ver si podía, de esa forma, concentrarse mejor. Nada.

Abrió los ojos y para su sorpresa ya no había nada ni nadie. La luz de la calle se había apagado y sólo quedaba la luz de la luna. Los tres niños se habían marchado entre las sombras de la noche. Ni un rastro de ellos. Nada. Sólo quedo, ahí, tirado en el suelo el osito que la Niña apretaba en su brazo.

El joven se acercó y lo recogió lentamente. Lo miro por varios minutos y lo guardó en su saco. Cerró sus ojos nuevamente y respiro profundo, más profundo de lo normal.

Abrió sus ojos y vio una claridad. Asustado, se levantó de un brinco. Estaba en su casa tomando su siesta de dos horas las cuales se habían alargado a tres.

-Pero… como es que… pero… yo… es domingo.-

Caminó hacia la ventana. El sol ya iba bajando para dejar que la luna se encargara de la noche.

-Ya veo, todo fue un sueño.-

Se dio la vuelta dirigiéndose hacia su portafolio que había dejado en el sillón. Antes de tomarlo, se percato de que había algo detrás.

Lo levantó lentamente y en ese mismo instante lo dejo caer haciendo retumbar el piso. Su corazón empezó a latir con fuerza. BOOM, BOOM, BOOM…

Y con una sonrisa, de oreja a oreja, se encontraba el osito sentado en el sillón.