jueves, 31 de marzo de 2016

EL ÚLTIMO SUEÑO DEL VIEJO ROBLE



Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.

Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en un sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas del roble, y entonces el árbol le decía siempre:

-¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.

-¿Triste? - respondía invariablemente la efímera -. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...

-Pero sólo un día y todo terminó.

-¿Terminó? - replicaba la efímera -. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?

-No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

-No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando te mueres? 

-No - decía el roble -. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.

-Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.

Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, por no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.

-¡Pobre, pobre efímera! - exclamaba el roble -. ¡Qué vida tan breve!

Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Repetíase en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.

El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Acercábase el invierno.

Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, estrictamente hablando, eres un jovencito. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».

Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.

También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.

Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo.

El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través del bosque caballeros y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban sus tiendas y volvían a plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un día - habían transcurrido ya muchos años -, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.

Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Elevábase el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.

Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.

Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.

Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.

Movióse la copa del árbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.

Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.

-Pero también deberían participar la florecilla del agua - dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.

-¡Aquí estamos, aquí estamos! - se oyó gritar.

-Pero la hermosa aspérula del último verano el año pasado hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás... ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!

-¡Aquí estamos, aquí estamos! - oyese el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.

-¡Qué hermoso! - exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?

-En el reino de Dios todo es posible - oyese una voz.

Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.

-Esto es lo mejor de todo - exclamó el árbol -. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.

-¡Todos!

Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.

La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, elevabas el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.

-¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! - decían los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.

Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:

Regocíjate, grey cristiana. 

Vamos ya a bajar anclas. 

Nuestra alegría es sin par. 

¡Aleluya, aleluya, a Cristo nuestro Rey!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.

miércoles, 30 de marzo de 2016

EL HOMBRE Y EL BURRO



Aunque parezca broma,
Conviniéronse un Hombre y un Borrico
En enseñarse el respectivo idioma.

Y el Burro... ¡suerte impía!
No aprendió ni un vocablo solamente
En dos años de estudio y de porfía.

Entretanto que el Hombre, en solo un día,
Aprendió a rebuznar perfectamente.

No trates con el bruto ni un minuto,
Pues no conseguirás la alta corona
De hacerle tú persona,
Y puede suceder que él te haga bruto.


martes, 29 de marzo de 2016

EL PINO



Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tanto pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!

No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas. A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado. " ¡Mira qué arbolito tan lindo!" decían. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así.

Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen.

"¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles!" suspiraba. "Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros".

No lo contemplaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto.

Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. " ¡Oh, qué humillante era aquello!" Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos viéronse forzados a rodearlo. "Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", pensaba.

En el otoño siempre venían los leñadores a cortar algunos de los árboles más altos. Todos los años pasaba lo mismo, y el joven pino, que ya tenía una buena altura, temblaba sólo de verlos, pues los árboles más grandes y espléndidos crujían y acababan desplomándose en tierra. Entonces les cortaban todas las ramas, y quedaban tan despojados y flacos que era imposible reconocerlos; luego los cargaban en carretas y los caballos los arrastraban fuera del bosque.

¿Adónde se los llevaban? ¿Cuál sería su suerte?

En la primavera, tan pronto llegaban la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntaba: " ¿Saben ustedes adónde han ido los otros árboles, adónde se los han llevado? ¿Los han visto acaso? "

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña se quedó pensativa y respondió, moviendo la cabeza: "Sí, creo saberlo. A mi regreso de Egipto encontré un buen número de nuevos veleros; tenían unos mástiles espléndidos, y en cuanto sentí el aroma de los pinos comprendí que eran ellos. ¡Oh, y qué derechos iban! "

"¡Cómo me gustaría ser lo bastante grande para volar atravesando el mar! Y dicho sea de paso, ¿cómo es el mar? ¿A qué se parece? "

"Sería demasiado largo explicártelo "respondió la cigüeña, y prosiguió su camino.

"Alégrate de tu juventud" —dijeron los rayos del sol; "alégrate de tu vigoroso crecimiento y de la nueva vida que hay en ti".

Y el viento besó al árbol, y el rocío lo regó con sus lágrimas. Pero él era aún muy tierno y no comprendía las cosas.

Al acercarse la Navidad los leñadores cortaron algunos pinos muy jóvenes, que ni en edad ni en tamaño podían medirse con el nuestro, siempre inquieto y siempre anhelando marcharse. A estos jóvenes pinos, que eran justamente los más hermosos, les dejaron todas sus ramas. Así los depositaron en las carretas y así se los llevaron los caballos fuera del bosque.

"¿Adónde pueden ir?" se preguntaba el pino. "No son mayores que yo; hasta había uno que era mucho más pequeño. ¿Por qué les dejaron todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?"
"¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos!" piaron los gorriones. "Hemos atisbado por las ventanas, allá en la ciudad; nosotros sabemos adónde han ido. Allí les esperan toda la gloria y todo el esplendor que puedas imaginarte. Nosotros hemos mirado por los cristales de las ventanas y vimos cómo los plantaban en el centro de una cálida habitación, y cómo los adornaban con las cosas más bellas del mundo: manzanas doradas, pasteles de miel, juguetes y cientos de velas".

"¿Y luego?" preguntó el pino, estremeciéndose en todas sus ramas. "¿Y luego? ¿Qué pasa luego?"

"Bueno, no vimos más" respondieron los gorriones. "Pero lo que vimos era magnífico".

"¡Si tendré yo la suerte de ir alguna vez por tan deslumbrante sendero!" exclamó el árbol con deleite. "Es aun mejor que cruzar el océano. ¡Qué ganas tengo de que llegue la Navidad! Ahora soy tan alto y frondoso como los que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviese ya en la carreta, si estuviese ya en esa cálida habitación en medio de ese brillo resplandeciente! ¿Y luego? Sí, luego tiene que haber algo mejor, algo aún más bello esperándome, porque si no, ¿para qué iban a adornarme de tal modo?, algo mucho más grandioso y espléndido. Pero ¿qué podrá ser? ¡Oh, qué dolorosa es la espera! Yo mismo no sé lo que me pasa".

"Alégrate con nosotros", dijeron el viento y la luz del sol, "alégrate de tu vigorosa juventud al aire libre".

Pero el pino no tenía la menor intención de seguir su consejo. Continuó creciendo y creciendo; allí se estaba en invierno lo mismo que en verano, siempre verde, de un verde bien oscuro. La gente decía al verlo: " ¡Ése sí que es un hermoso árbol!". Y al llegar la Navidad fue el primero que derribaron. El hacha cortó muy hondo a través de la corteza, hasta la médula, y el pino cayó a tierra con un suspiro, desfallecido por el dolor, sin acordarse para nada de sus esperanzas de felicidad. Lo entristecía saber que se alejaba de su hogar, del sitio donde había crecido; nunca más vería a sus viejos amigos, los pequeños arbustos y las flores que vivían a su alrededor, y quizás ni siquiera a los pájaros. No era nada agradable aquella despedida.

No volvió en sí hasta que lo descargaron en el patio con los otros árboles y oyó a un hombre que decía: " Éste es el más bello, voy a llevármelo". Vinieron, pues, dos sirvientes de elegante uniforme y lo trasladaron a una habitación espléndida. Había retratos alrededor, colgados de todas las paredes, y dos gigantescos jarrones chinos, con leones en las tapas, junto a la enorme chimenea de azulejos. Había sillones, sofás con cubiertas de seda, grandes mesas atestadas de libros de estampas y juguetes que valían cientos de pesos, o al menos así lo creían los niños. Y el árbol fue colocado en un gran barril de arena, que nadie habría reconocido porque estaba envuelto en una tela verde, y puesto sobre una alfombra de colores brillantes. ¡Cómo temblaba el pino! ¿Qué pasaría luego? Tanto los sirvientes como las muchachas se afanaron muy pronto en adornarlo. De sus ramas colgaron bolsitas hechas con papeles de colores, cada una de las cuales estaba llena de dulces. Las manzanas doradas y las nueces pendían en manojos como si hubiesen crecido allí mismo, y cerca de cien velas, rojas, azules y blancas quedaron sujetas a las ramas. Unas muñecas que en nada se distinguían de las personas —muñecas como no las había visto antes el pino— tambaleándose entre el verdor, y en lo más alto de todo habían colocado una estrella de hojalata dorada. Era magnífico; jamás se había visto nada semejante.

"Esta noche" decían todos, "esta noche sí que va a centellear. ¡Ya verás!"

"¡Oh, si ya fuese de noche!”, pensó el pino. "¡Si ya las velas estuviesen encendidas! ¿Qué pasará entonces?, me pregunto. ¿Vendrán a contemplarme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones hasta los cristales de la ventana? ¿Echaré aquí raíces y conservaré mis adornos en invierno y en verano?”

Esto era todo lo que el pino sabía. De tanta impaciencia, comenzó a dolerle la corteza, lo que es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

*** 

Por fin se encendieron las velas y ¡qué deslumbrante fiesta de luces! El pino se echó a temblar con todas sus ramas, hasta que una de las velas prendió fuego a las hojas. ¡Huy, cómo le dolió aquello! "¡Oh, qué lástima!" exclamaron las muchachas, y apagaron rápidamente el fuego.

El árbol no se atrevía a mover una rama; tenía terror de perder alguno de sus adornos y se sentía deslumbrado por todos aquellos esplendores… De pronto se abrieron de golpe las dos puertas corredizas y entró en tropel una bandada de niños que se abalanzaron sobre el pino como si fuesen a derribarlo, mientras las personas mayores los seguían muy pausadamente. Por un momento los pequeñuelos se quedaron mudos de asombro, pero sólo por un momento. Enseguida sus gritos de alegría llenaron la habitación. Se pusieron a bailar alrededor del pino, y luego le fueron arrancando los regalos uno a uno.

"Pero, ¿qué están haciendo?”, pensó el pino. ¿Qué va a pasar ahora?". Las velas fueron consumiéndose hasta las mismas ramas, y en cuanto se apagó la última, dieron permiso a los niños para que desvalijasen al árbol. Precipitáronse todos a una sobre él, haciéndolo crujir en todas y cada una de sus ramas, y si no hubiese estado sujeto del techo por la estrella dorada de la cima se habría venido al suelo sin remedio.

Los niños danzaron a su alrededor con los espléndidos juguetes, y nadie reparó ya en el árbol, a no ser una vieja nodriza que iba escudriñando entre las hojas, aunque sólo para ver si por casualidad quedaban unos higos o alguna manzana rezagada.

"¡Un cuento, cuéntanos un cuento!" exclamaron los niños, arrastrando con ellos a un hombrecito gordo que fue a sentarse precisamente debajo del pino. "Aquí será como si estuviésemos en el bosque" les dijo, "y al árbol le hará mucho bien escuchar el cuento. Pero sólo les contaré una historia. ¿Les gustaría el cuento de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa?"

"¡Klumpe-Dumpe!" gritaron algunos, y otros reclamaron a Ivede-Avede. El griterío y el ruido eran tremendos; sólo el pino callaba, pensando: " ¿Me dejarán a mí fuera de todo esto? ¿Qué papel me tocará representar?" Pero, claro, ya había desempeñado su papel, ya había hecho justamente lo que tenía que hacer.

El hombrecito gordo les contó la historia de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y exclamaron: " ¡Cuéntanos otros! ¡Uno más!". Querían también el cuento de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El pino permaneció silencioso en su sitio, pensando que jamás los pájaros del bosque habían contado una historia semejante. "De modo que Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, a pesar de todo, se casó con la princesa. ¡Vaya, vaya; así es como se progresa en el gran mundo!"., pensaba. “Seguro que tenía que ser cierto si aquel hombrecito tan agradable lo contaba. Bien, ¿quién sabe? Quizás me caiga yo también de una escalera y termine casándome con una princesa." Y se puso a pensar en cómo lo adornarían al día siguiente, con velas y juguetes, con oropeles y frutas.

"Mañana sí que no temblaré" se decía. "Me propongo disfrutar de mi esplendor todo lo que pueda. Mañana escucharé de nuevo la historia de Klumpe-Dumpe, y quizás también la de Ivede-Avede". Y toda la noche se la pasó pensando en silencio.

A la mañana siguiente entraron el criado y la sirvienta.

*** 

"Ahora las cosas volverán a ser como deben",  pensó el pino. Nada más lejos de ello, lo sacaron de la estancia y, escaleras arriba, lo condujeron al desván, donde quedó tirado en un rincón oscuro, muy lejos de la luz del día. "¿Qué significa esto? se maravillaba el pino. "¿Qué voy a hacer aquí arriba? ¿Qué cuentos puedo escuchar así?" Y se arrimó a la pared, y allí se estuvo pensando y pensando… Tiempo para ello tenía de sobra, mientras pasaban los días y las noches. Nadie subía nunca, y cuando por fin llegó alguien fue sólo para amontonar unas cajas en el rincón. Parecía que lo habían olvidado totalmente.

"Ahora es el invierno afuera”, pensaba el pino. “La tierra estará dura y cubierta de nieve, de modo que sería imposible que me plantasen; tendré que permanecer en este refugio hasta la primavera. ¡Qué considerados son! ¡Qué buena es la gente!… Si este sitio no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario!… Si hubiese siquiera algún conejito… ¡Qué alegre era estar allá en el bosque, cuando la nieve lo cubría todo y llegaba el conejo dando saltos! Sí, ¡aun cuando saltara justamente por encima de mí, y a pesar de que esto no me hacía ninguna gracia! Aquí está uno terriblemente solo."

"¡Cuic!" chilló un ratoncito en ese mismo momento, colándose por una grieta del piso; y pronto lo siguió otro. Ambos comenzaron a husmear por el pino y a deslizarse entre sus ramas.

"Hace un frío terrible" dijeron los ratoncitos, "aunque éste es un espléndido sitio para estar. ¿No te parece, viejo pino?"

"Yo no soy viejo" respondió el pino. "Hay muchos árboles más viejos que yo".

"¿De dónde has venido?" preguntaron los ratones, pues eran terriblemente curiosos, " ¿qué puedes contarnos? Háblanos del más hermoso lugar de la tierra. ¿Has estado en él alguna vez? ¿Has estado en la despensa donde los quesos llenan los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se puede bailar sobre velas de sebo y el que entra flaco sale gordo?"

"No" respondió el pino, "no conozco esa despensa, pero en cambio conozco el bosque donde brilla el sol y cantan los pájaros".

Y les habló entonces de los días en que era joven. Los ratoncitos no habían escuchado nunca nada semejante, y no perdieron palabra. " ¡Hombre, mira que has visto cosas!" dijeron. " ¡Qué feliz habrás sido!"

"¿Yo?" preguntó el pino, y se puso a considerar lo que acababa de decir. "Sí, es cierto; eran realmente tiempos muy agradables". Y pasó a contarles lo ocurrido en Nochebuena, y cómo lo habían adornado con pasteles y velas.

"¡Oooh!" dijeron los ratoncitos. "¡Sí que has sido feliz, viejo pino!"

"Yo no tengo nada de viejo" repitió el pino." Fue este mismo invierno cuando salí del bosque. Estoy en plena juventud: lo único que pasa es que, por el momento, he dejado de crecer".

"¡Qué lindas historias cuentas!" dijeron los ratoncitos. Y a la noche siguiente regresaron con otros cuatro que querían escuchar también los relatos del pino. Cuantas más cosas contaba, mejor lo iba recordando todo, y se decía: "Aquellos tiempos sí que eran realmente buenos; pero puede que vuelvan otra vez, puede que vuelvan… Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, aun así, se casó con la princesa; quizás a mí me pase lo mismo". Y justamente entonces el pino recordó a una tierna y pequeña planta de la familia de los abedules que crecía allá en el bosque, y que bien podría ser, para un pino, una bellísima princesa.

"¿Quién es Klumpe-Dumpe?" preguntaron los ratoncitos. Y el pino les contó toda la historia, pues podía recordar cada una de sus palabras; y los ratoncitos se divirtieron tanto que querían saltar hasta la punta del pino de contentos que estaban. A la noche siguiente acudieron otros muchos ratones, y, el domingo, hasta se presentaron dos ratas. Pero éstas declararon que el cuento no era nada entretenido, y esto desilusionó tanto a los ratoncitos, que también a ellos empezó a parecerles poco interesante.

"¿Es ése el único cuento que sabes?" preguntaron las ratas.

"Sí, el único" respondió el pino. "Lo oí la tarde más feliz de mi vida, aunque entonces no me daba cuenta de lo feliz que era".

"Es una historia terriblemente aburrida. ¿No sabes ninguna sobre jamones y velas de sebo? ¿O alguna sobre la despensa? "

"No" dijo el pino.

"Bueno, entonces, muchas gracias" dijeron las ratas, y se volvieron a casa.

Al cabo también los ratoncitos dejaron de venir, y el árbol dijo suspirando. "Era realmente agradable tener a todos esos simpáticos y ansiosos ratoncitos sentados a mi alrededor, escuchando cuanto se me ocurría contarles. Ahora esto se acabó también… aunque lo recordaré con gusto cuando me saquen otra vez afuera".

Pero, ¿cuándo sería esto? Ocurrió una mañana en que subieron la gente de la casa a curiosear en el desván. Movieron de sitio las cajas y el árbol fue sacado de su escondrijo. Por cierto que lo tiraron al suelo con bastante violencia, y, enseguida, uno de los hombres lo arrastró hasta la escalera, donde brillaba la luz del día.

*** 

"¡La vida comienza de nuevo para mí!", pensó el árbol. Sintió el aire fresco, los primeros rayos del sol… y ya estaba afuera, en el patio. Todo sucedió tan rápidamente, que el árbol se olvidó fijarse en sí mismo. ¡Había tantas cosas que ver en torno suyo! El patio se abría a un jardín donde todo estaba en flor. Fresco y dulce era el aroma de las rosas que colgaban de los pequeños enrejados; los tilos habían florecido y las golondrinas volaban de una parte a otra cantando: " ¡Quirre-virre-vit, mi esposo ha llegado ya!" pero, está claro, no era en el pino en quien pensaban.

"¡Esta sí que es vida para mí!" gritó alegremente, extendiendo sus ramas cuanto pudo. Pero, ¡ay!, estaban amarillas y secas y se vio tirado en un rincón, entre ortigas y hierbas malas. La estrella de papel dorado aún ocupaba su sitio en la cima y resplandecía a la viva luz del sol.

En el patio jugaban algunos de los traviesos niños que por Nochebuena habían bailado alrededor del árbol, y a quienes tanto les había gustado. Uno de los más pequeños se le acercó corriendo y le arrancó la reluciente estrella dorada.

"¡Mira lo que aún quedaba en ese feo árbol de Navidad!" exclamó, pisoteando las ramas hasta hacerlas crujir bajo sus zapatos.

Y el árbol miró la fresca belleza de las flores en el jardín, y luego se miró a sí mismo, y deseó no haber salido jamás de aquel oscuro rincón del desván. Recordó la frescura de los días que en su juventud pasó en el bosque, y la alegre víspera de Navidad, y los ratoncitos que con tanto gusto habían escuchado la historia de Klumpe-Dumpe.

"¡Todo ha terminado!" se dijo. " ¡Lástima que no haya sabido gozar de mis días felices! ¡Ahora, ya se fueron para siempre!"

Y vino un sirviente que cortó el árbol en pequeños pedazos, hasta que hubo un buen montón que ardió en una espléndida llamarada bajo la enorme cazuela de cobre. Y el árbol gimió tan alto que cada uno de sus quejidos fue como un pequeño disparo. Al oírlo, los niños que jugaban acudieron corriendo y se sentaron junto al fuego; y mientras miraban las llamas, gritaban: "¡pif!, ¡paf!", a coro. Pero a cada explosión, que era un hondo gemido, el árbol recordaba un día de verano en el bosque, o una noche de invierno allá afuera, cuando resplandecían las estrellas. Y pensó luego en la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento de hadas que había escuchado en su vida y el único que podía contar… Y cuando llegó a este punto, ya se había consumido enteramente.

lunes, 28 de marzo de 2016

LA CICATRIZ



A Don Juan, Don Diego hirió,
Y aunque arrepentido luego
Curó al Don Juan, el Don Diego.
La cicatriz le quedó:


De esto a inferir vengo yo
Que nadie, si es cuerdo y sabio,
Debe herir ni aun con el labio,
Pues aunque curarse pueda,
Siempre al ultraje le queda

La cicatriz del agravio. 

miércoles, 23 de marzo de 2016

QUE DURA SUERTE



Una vez el Conde de Cero hizo una visita al Barón de Pereza que se lamentó de su dura suerte. Su amigo, el Conde, se admiró mucho y le dijo: —Por Dios, ¿cómo puede usted lamentarse? usted está bueno. Usted no tiene que trabajar y abunda en dinero tanto como puede Vd. desear.

—Sí, es verdad, —respondió el Barón, pero no obstante tengo dura suerte. Tengo que vestirme todas las mañanas, y que desvestirme todas las noches. Tengo que masticar todo lo que como y que tragar laboriosamente toda gota de agua y de vino que bebo.

Su amigo respondió: —Pero usted no sale de la casa. Por consiguiente Vd. no se pone o quita más que la bata. Su cocinero no prepara sino manjares blandos. Ciertamente el tragar no es trabajo tan terrible.

A esto respondió el Barón con voz lagrimosa: —¡El eterno respirar! ¿No es esto nada? Ni siquiera puedo descontinuar esto cuando duermo.

lunes, 21 de marzo de 2016

EL GORRIÓN



Nací debajo del alero de un tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y...

¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo. No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme convertido en su prisionero.

Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien estuve alicaído durante tres días.

Todo marchaba a pedir de boca. A los pocos días me sacaron de la jaula y me permitieron correr por la casa. No digo volar porque me cortaron las alas. Esto me disgustó mucho, pero mi contrariedad subió de punto cuando a uno de los niños se le ocurrió recortar un pedazo de grana, dándole la forma de cresta y luego me la pegó a la cabeza con engrudo o no sé qué cosa; y héteme convertido en gallo. Ellos reían, pero a mí me hacía muy poca gracia su alegría. Traté de quitarme la cresta, pero convénceme de que todos mis esfuerzos resultarían inútiles, pues en cuanto lograba desprenderme de ella, me la volvían a poner.

Revestidme de paciencia y formé mi plan, que consistía en evadirme. Cuando los niños no me veían probaba la fuerza de mis alas, y cuando creí que las plumas habían vuelto a crecer lo bastante para sostenerme, eché a volar, salí por la abierta ventana y me detuve en el repecho de otra para quitarme la cresta, restregando la cabeza contra un rosal que había en un tiesto. No logré mi propósito, pero en cambio la grana quedó clavada en una espina del rosal y yo me encontré aprisionado, pues a cada esfuerzo por librarme, la sujeta cresta tiraba de las plumas de mi cabeza, siendo tanto el dolor que era irresistible. Comencé a chillar como chillan los gorriones; y en esto se abrió la ventana, me cogieron y una voz dijo con dulzura:

-¡Pobrecito! ¡Cómo te han puesto!

Para retirarme del rosal me cortaron con mucho cuidado las plumas a que estaba adherida la cresta. Luego se cerró la ventana.

Por segunda vez caí prisionero; y como la primera no me fue del todo mal, he de confesar que no me asusté gran cosa. Cuando me di cuenta de mi situación, me hallé encima de una mano blanca, tan fina que parecía de terciopelo, mientras la otra me estaba acariciando alisándome las plumas. Sobre la mano cayó una gotita, y como tenía sed, la bebí. No puede imaginarse bebida más dulce. Una vez los niños me dieron miel y creí que era lo más dulce que había, pero era amarga la miel comparada a aquella gota. Después supe que era una lágrima, y no hay que añadir que era una lágrima de amor, de ángel, porque las que hace derramar la envidia o el orgullo o el odio, estas son lágrimas del demonio y, por lo tanto, son amargas.

Quise saber quién era mi dueña y la miré. Vi una joven morenita, de ojos grandes, con dos pupilas que brillaban como dos luces, una frente que me pareció el pedazo de cielo que veía por el agujero de mi nido y unos labios que asemejaban el color de la aurora, que a mí me gustaba tanto contemplar, que todas las mañanitas despertaba antes de salir el sol, y asomando la cabeza por debajo del ala, con la que me abrigaba mi madre, me extasiaba viendo cómo las nubes se teñían de rojo. Los cabellos de la joven eran negros como la noche, que a mí me daba miedo; pero aquella cabellera no me asustaba. Hubiera jugado con ella.

La joven se llamaba Manuelita. A la primera lágrima siguió otra; y yo, al verla llorar, agité las alas y sentí no saber cantar como los ruiseñores, porque hubiera deseado consolarla. Ella comprendió mi intento, pues aproximó la mano a sus labios y me dio un beso.

-Hermanita, murmuró una voz más melodiosa que la del jilguero.

La joven al oírla saltó de su asiento y corrió hacia la cama donde había una niña de cuatro a cinco años que en aquel momento acababa de despertar.

-Buenos días, Conchita, le dijo dándole un beso. Mira qué pajarito tan mono.

-¡Qué lindo es! exclamó la niña. Quiero tenerlo.

-Cuidado con hacerle daño.

-¡Pobrecito! Le querré mucho.

Manuelita me puso encima de la cama y su hermanita me acarició. Yo salté sobre su hombro; después pasé a la almohada, y luego me coloqué sobre su cabeza. Conchita estaba loca de contento.

-Ahora a vestir, le dijo Manuelita.

Cuando estuvo vestida se arrodilló sobre la cama y rezó guiándola su hermana. «Señor, dijeron: dignaos conceder la gloria del Paraíso a nuestra madre.» Los ángeles debieron recoger aquella plegaria y llevarla al cielo, porque de ángeles procedía.

Voy a contar la historia de Manuelita. Su padre era marinero y navegaba en un buque que debía dar la vuelta al mundo. Hacía dos años que estaba ausente, y durante este tiempo habían pasado muchas cosas y muy tristes. La casa donde el marinero tenía depositada la pequeña cantidad, fruto de sus ahorros para que su mujer y sus hijas estuviesen a cubierto de la miseria, quebró; y la miseria llamó a la puerta del modesto hogar y moviendo su lengua de hielo, dijo:

-¡Aquí estoy!

Manuelita abrazó a su madre para dominar con el fuego de su amor el frío de la desgracia y murmuró besándola:

-Madre, Dios es bueno y nos protegerá. Yo trabajaré.

Trabajó Manuelita mucho para que su madre no tuviera que trabajar tanto. Tenía la casa muy aseada y cuidaba a su hermanita con cariño. Procuraba sonreír siempre. A veces había lágrimas detrás de las sonrisas, pero cuidaba de que su madre no la viera, porque la pobre se hubiera puesto triste; y Manuelita se reservaba la tristeza para ella: la alegría era para aquellos seres tan queridos.

Vivieron con algunas privaciones, alentándoles la resignación que nacía de su confianza en Dios. Los días pasaban y aún faltaban muchos para el regreso del marinero. Hubieran deseado empujar el tiempo, pero el tiempo es un caballero que por nadie ni por nada sale de su paso y cuya presencia debe aprovecharse, porque en cuanto se ha ido ya no vuelve aunque le llamemos con lágrimas de desesperación.

Mientras esperaban al padre llamó a la puerta la enfermedad y dijo con su acento que abate:

-¡Aquí estoy!

Manuelita se sentó al lado de la cama de su madre. Tantos fueron los sufrimientos y tantas las penas de la hija, que si los ángeles no la hubiesen visitado hubiera acabado por sentirse abatida. Siguió sonriendo para impedir que su madre llorara. Un día ya no contuvo las lágrimas, porque la muerte llamó a la puerta de la casa y dijo con su voz de tristeza:

-¡Aquí estoy!

La madre dio a Dios su alma cristiana. Conchita tuvo otra madre: Manuelita, que quedó sola en el mundo. No quedó sola, porque también ella tenía su madre: la Virgen, que lo es de todos los afligidos.

Manuelita olvidó su orfandad para que no la sintiera Conchita. Pasaba todo el día trabajando y algunas veces parte de la noche, pero con el dinero que ganaba nada faltaba a su hermanita, que iba muy aseada; y ella, aunque se veía privada de todas las distracciones de su edad, se daba por muy satisfecha cuando Conchita la recompensaba con sus caricias. Cuando los días festivos, Manuelita llevaba a su hermana a paseo al salir de misa, la gente se detenía a mirarlas y todos pensaban:

-¡Qué buena es!

Yo procuré distraer a Manuelita y creo que más de una vez contribuí a que sonriera. Pude recobrar la libertad, pero sólo la aproveché para permitirme unos cuantos paseos por el espacio, con descansos en las ramas de los árboles del paseo vecino. Al volver al lado de mis amas me acariciaban y me decían:

-¿Ya estás aquí? ¿Qué has charlado con tus compañeros?

Cada día las quería más y prefería su casa al campo. Como en ella no había gato, estaba completamente tranquilo y era muy dichoso.

Una tarde, después de haber picoteado las migajas de pan que quedaron sobre la mesa, arranqué el vuelo y salí a dar mi acostumbrado paseo. Hallé la gente de la ciudad muy animada como si algo extraordinario ocurriera, y en verdad que extraordinaria era la cosa, pues el hijo del rey quería casarse y su padre había mandado pregonar que la elegida sería la más guapa y la más rica, convidando a un baile a todas las muchachas casaderas de sus Estados, para que el príncipe las viera y escogiera entre ellas a su esposa.

Las modistas trabajaron noche y día y también los molineros, pues todas querían empolvarse, con lo cual escaseó la harina y aumentó el precio del pan aquellos días. Yo quise saber a quién elegiría el príncipe y me metí en el salón del palacio real donde debía darse la fiesta. A la hora fijada acudieron tantas jóvenes y caballeros que llenaron todas las salas. A la mitad del baile el príncipe, que era muy guapo, se sentó en un sillón dorado al lado del trono donde estaban los reyes, y fueron pasando todas las jóvenes haciendo una gran reverencia. Cuando hubieron pasado yo me acerqué al hijo del rey y le dije:

-Príncipe: falta una joven.

Volvió la cabeza para ver quién le hablaba, pero yo ya había salido del salón. El príncipe llamó en el acto a su mayordomo y le preguntó si faltaba alguna joven en el baile.

-Falta una, señor, le contestó el mayordomo.

-¿Por qué no ha venido?

-Ha dicho que vistiendo luto, más su corazón que su cuerpo, por la muerte de su madre, no podía asistir a un baile.

-¿Sabía que en esta fiesta debía elegir esposa?

-Se lo hice presente y me contestó: «Ah, señor: el príncipe ha resuelto escoger a la más guapa y rica y yo no soy rica ni guapa. Además, yendo al baile quedaría sola en casa mi hermanita, y como soy para ella una madre, debo cuidarla.»

Oyó con mucha atención el príncipe lo que le dijo su mayordomo; y cuando llegó la hora en que debía pronunciar el nombre de la que elegía por esposa, anunció con gran sorpresa de todos que ya se sabría su resolución.

Yo conté a Manuelita lo que había visto en palacio y ella me dijo:

-¡Quiera Dios que la compañera que el príncipe elija sea digna de él, porque es muy bueno!
Por la mañana llamaron a la puerta y entró el príncipe, quien al ver a Manuelita lanzó una exclamación de sorpresa. La joven no acertaba a reponerse de su asombro y no sabía cómo recibir en casa tan humilde a personaje tan elevado; pero el hijo del rey se encontraba en situación de ánimo parecida, pues no había visto mujer tan bella como Manuelita, belleza aumentada por los relatos que al príncipe habían hecho de su abnegación y cariño filial. El caso fue que porque ella no sabía cómo hablar a un príncipe, y porque él no sabía qué decir a una mujer tan hermosa, la conversación tuvo más pausas que palabras. Aquella misma tarde el pregonero anunció que Manuelita era la elegida por esposa del hijo del rey. Éste preguntó al príncipe por qué había dado la preferencia a una joven que, si bien era muy bella, era muy pobre, y su hijo le contestó:

-Señor; dije que me casaría con la más hermosa y la más rica y cumplo mi promesa, pues si en belleza no hay quien iguale a Manuelita, tampoco hay quien la supere en riqueza, porque tiene la riqueza del alma.

El rey abrazó al príncipe y le dijo:

-Buena elección has hecho, hijo mío, porque la riqueza del alma es la mejor de las riquezas.

Celebrose la boda con mucha pompa. La carroza donde iba Manuelita la tiraban gorriones, pues yo conté lo sucedido a mis compañeros y quisieron para ellos el honor de llevar a la joven a la iglesia. Los reyes obsequiaron al pueblo con una comida compuesta de sopa, en la que se emplearon 400,000 panes, y para el caldo 100,000 gallinas y 2,000 vacas; pescado frito y en salsa, consumiéndose 80,000 merluzas, 40,000 anguilas, 150,000 salmonetes y 200,000 lenguados; y después hasta 5,000 cabritos, 100,000 terneras y 300,000 pavos asados. A cada convidado se le dio un queso de Holanda y una botella de vino. Manuelita, ya princesa, mandó socorrer a todos los pobres.

Grande fue la tristeza del marinero cuando al regresar de su viaje alrededor del mundo supo que su esposa había muerto, pero extremado fue también su júbilo al hallar a su hija convertida en princesa y a Conchita instalada en palacio al lado de su hermana. Los príncipes fueron muy dichosos y el hijo del rey nunca se arrepintió de haber preferido a todas las riquezas las del alma. El marinero fue nombrado capitán de uno de los mejores barcos del rey. Conchita fue creciendo y casó con un sobrino del monarca; y también a mí me alcanzó la felicidad, pues la princesa quiso tenerme a su lado y me conservó el mismo cariño que cuando vivía en su aseada y pobre casita.