martes, 30 de agosto de 2016

SE CASARON Y FUERON MUY FELICES



Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros. 

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció. 

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. 

Rezaba con fervor. 

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca. 

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó: 

-Mortifica el cuerpo. 

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada. 

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó. 

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban. 

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo. 

La madre Clara era hija de duranguenses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba. 

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto. Hasta que le dijo al padre en el confesionario: 

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más! 

Él le dijo meditativo: 

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder. 

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya. 

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora.

Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre. 

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla. 

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre. Y sucedió realmente. 

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo lagunero a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó. 

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El lagunero, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él.

Ella se rehusó. 

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó. Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la  película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata. Entonces una noche él le dijo: 

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres? 

-Sí -le respondió grave. 

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Acapulco. Antonio dejó el bar en manos del hermano. 

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre. 

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello. 

lunes, 29 de agosto de 2016

LA IGUANA DE SMITH



En Puerto Ayora, hay una casa verde donde no vive nadie. A unos doscientos metros de la casa, hay un muro de rocas, un rompeolas. Sobre las rocas anda un hombre descalzo. El hombre es como un niño, escarba los bichitos que viven entre las rocas, caracoles minúsculos y conchitas rosadas y los devuelve al mar. Casi nadie camina por esa playa.

La playa es de las iguanas. Una que otra tortuga sale de entre los árboles que rodean la casa, pero solo de vez en cuando. Una familia de pingüinos y otra de lobos marinos la visita una vez al año. Los colores del mar cambian con la marea y con las estaciones. Azul intenso, verde claro o amarillo el mar que rodea la isla nunca es el mismo. Solo el hombre es el mismo. 

Los pájaros del mar, pelícanos, gaviotas y alcatraces, van sobre Puerto Ayora, llevan y traen historias y noticias. Las voces de los pájaros solamente las entienden los isleños.No es raro encontrárselos hablando, los hombres y los pájaros. 

- Sigue ahí, aunque nadie lo ha visto. 

- ¿Y la cola, dónde la guarda? 

- Un día de estos me animo. Me le meto a la casa. 

- Fíjese bien, que el tesoro lo tiene en una tabla. 

Quién dice cada cosa es lo de menos. Lo que en verdad importa es que un día llegó a la isla un extranjero. Pálido y enjuto, ojos celestes y cabello rojizo. Su barco había encallado no sabía dónde. Después de algunos días a bordo de una balsa, tuvo la suerte de llegar a la  isla, arrastrado por la corriente fría que venía del sur, cargada de pingüinos y algas septentrionales. El extranjero nunca dijo nada: cuál era su país, si tenía familia, o qué clase de nave era su barco. Los isleños, que en esa época eran pocos, pensaron que era un  náufrago y nada más. No quisieron decirse que era un corsario o un prófugo de la justicia de su país por haber intentado asesinar a un príncipe. Esas no eran razones dignas de crédito. 

John Stuart Smith llegó para quedarse. Construyó una casita en el lugar más recóndito dela isla y la pintó de verde. Después se dedicó a dar largos paseos por la playa. Era frecuente hallárselo, muy serio, observando las costumbres de las especies propias de esos parajes. 

Pronto se convirtió en un experto. Sabía de todo, qué clase de animales habitaban allí, en qué épocas del año llegaban los visitantes, cuáles eran sus costumbres y los modos que tenían de aparearse. 

La primera vez que los isleños escucharon decir que un cordón de fuego atravesaba el mar fue de labios del extranjero. En todo caso, sus investigaciones llegaron hasta ese punto.

Luego de algunos años, fueron pocos los que volvieron a verlo. Se decía que estaba escribiendo un libro y que únicamente salía en las noches, a caminar un poco y mirar el cielo. Pero otras personas, las más audaces, afirmaban que John Stuart Smith se había construido un submarino, que buscaba tesoros en el fondo del mar y que, en las noches claras, era posible hallárselo abrazado a la espuma que el mar dejaba en la puerta de su casa. 

Un día apareció en la isla un hombre extraño. Nadie supo su nombre, ni cómo había llegado. Lo vieron desde lejos, caminando hacia la casa de Smith. Días más tarde, lo vieron alejarse en un bote sin remos. Remaba con los dedos de las manos. Nadie más volvió a verlo. Tampoco a Smith volvieron a verlo. Algunos se acercaron hasta su casa, recorrieron la playa de las iguanas y los lugares que antes visitaba, incluso lo buscaron en las islas cercanas, pero no lo encontraron. Y sin embargo no lo dieron por muerto, prefirieron creer que se había ido así, sin previo aviso, tal como había venido.

Mucho tiempo después, un carbonero que venía por la playa, vio pasar a su lado una cola de iguana. 

-Lo extraño era la cabeza, contaba a su familia el carbonero. 

Otras personas también vieron lo mismo. Por las noches, en la cantina de la isla empezaron a oírse voces como ésta: 

-Pasó junto a nosotros. Iba rápido, el rostro levantado revelaba un intenso sufrimiento. Movía los brazos sin rozar la tierra y se impulsaba hacia adelante con gran esfuerzo. Una cola de iguana le salía de la espalda. Eso fue todo. Iba muy rápido. Cuando nos dimos cuenta había desaparecido entre los árboles. Pero lo más extraño, -decían exaltados-, era la cara... 

Después de aquella noche, la historia anduvo sola. Entre los niños que jugaban a la pelota, delante de las mujeres que lavaban, sobre los tendederos donde secaban la ropa, junto a los pescadores que arreglaban sus redes en la playa, por todas partes, veían a la iguana. 

Pero siempre pasaba muy rápido y no era posible verle la cara. Y se armó un gran revuelo. 

Desde las otras islas llegó gente que había escuchado la noticia. Propios y extraños deambulaban por Puerto Ayora a la caza de noticias sobre la iguana.

-La cosa es simple, -dijo entonces un alcatraz a quien no le gustaba tanto alboroto -, no sé si se acuerdan de Smith. Ustedes no lo saben, y tampoco tendrían por qué saberlo, pero él se encontró un tesoro en el fondo del mar. El dueño del tesoro, el Rey del Mar, supo que  nuestro amigo lo había hallado. Llegó hasta aquí bajo la forma de un hombre cualquiera, se encerró con Smith tres días y tres noches, pero todo fue en vano. Smith le dijo que el tesoro era de él, pues él solito lo había recuperado. El Rey del Mar lo miró muy enojado. 

-Nunca saldrás de aquí. 

Esas fueron sus últimas palabras. Después Smith lo vio alejarse por la playa. Cuando finalmente desapareció en lontananza, Smith caminó lentamente hasta la orilla y anduvo un largo rato por ahí, hablando solo, como era su costumbre, o escuchando las olas que se acercaban. Pensaba en la tabla que se había encontrado. Smith la había hallado una mañana. Ni siquiera había tenido que ir a buscarla. El propio mar se la había llevado hasta su casa. La tabla era muy rara: a cada lado tenía siete cuadritos, todos pintados de distintos colores y en el centro de la tabla los cuadritos se repetían, siete cuadritos a cada lado, siete cuadritos a cada lado y así indefinidamente... 

-Es absurdo, decía Smith cuando se acordaba, cada vez que empezaba a contarlos los cuadritos empezaban a repetirse... 

El alcatraz mira a la gente que lo rodea y calla por un momento. Cuando vuelve a hablar, el viento de las islas lleva su voz hasta los pájaros que descansan entre las rocas. Ya había anochecido cuando Smith cerró la puerta de su casa. Se durmió pensando en la extraña visita y, no supo por qué, soñó toda la noche que aquella tabla era el calendario del Rey del Mar. 

Amaneció con una picazón en la espalda. Por la tarde, luego de un largo baño en el mar, volvió a casa con las piernas muy pesadas y ya en la noche, cuando iba a acostarse, vio una cola de iguana en el espejo que tenía junto a la cama. Smith pensó que alguna de ellas se había entrado por la ventana y se agachó con la intención de ayudarle a salir. Entonces vio que la cola era de él. Quiso gritar, pero la voz no le salió. Solo algo como un llanto, finito, finito, le fue saliendo. 

Las iguanas que dormían cerca de allí escucharon el llanto y se miraron desconcertadas. John Stuart Smith siempre les había parecido un hombre fuerte. Se acercaron con gran cuidado hasta la casa y pudieron ver todo. Sintieron mucha pena por el hombre, ellas sabían lo que era ser iguanas. A todo el mundo le gustaban los pingüinos, había quienes tenían tortugas en sus casas, pero a nadie, de eso estaban seguras, se le habría ocurrido enamorarse de una iguana. Las pobrecitas trataron de consolarlo, quisieron explicarle que no era tan malo eso de ser iguana, que las iguanas eran gente tranquila, que había lugares en donde amaban a las iguanas, etcétera, etcétera... 

-No seremos bonitas, -dijo una que parecía la más vieja de todas-, pero no hacemos daño. Llevamos una vida amable y ordenada. 

Olvidado de él mismo, Smith se calmó un poco. Pensaba en las iguanas. Nunca habría creído que ellas hablaran el lenguaje de los humanos. O, lo que le parecía más sorprendente, que él pudiera entender el lenguaje de las iguanas. Las iguanas no estaban sorprendidas, le ofrecieron cuidarlo y así fue. Los días posteriores fueron de mucha calma.

Ni bien abría los ojos y el hombre ya tenía listo su desayuno. La mesa bien servida, la ropa limpia. No le faltaba nada. Pero, además, las iguanas le hacían compañía, le hablaban de otras islas, de los mares cercanos y le contaban historias muy divertidas. De más está decir que, con el tiempo, la voz de las iguanas llenó los días y las noches de esa playa. 

Entonces ocurrió lo que ocurre siempre, afirmó el alcatraz. Los cazadores llegaron hasta ese sitio. Se escondieron detrás de unas rocas y se quedaron quietos, esperando a sus víctimas. Al poco rato llegaron las iguanas. Tendidas bajo el sol, respirando bajito, disfrutaban del calor y la tranquilidad de la playa. 

-Miren la casa de Smith, -susurraban los cazadores-, la sorpresa que va a llevarse cuando regrese. 

Las colitas de las iguanas asomaban por las ventanas, trepaban por las paredes y colgaban del techo de la casa. Una iguana, mucho más grande que las otras, avanzó hacia la playa. 

De inmediato se produjo un movimiento, algo así como un reordenamiento sincronizado de todas las iguanas. Y fue allí, en ese movimiento, que los hombres alcanzaron a ver a Smith. Entonces se armó el despelote: los hombres empezaron a disparar, asustados y las pobres iguanas a correr y esconderse. Casi todas las iguanas se escaparon, incluido Smith. 

Pero otras se quedaron en la playa, muertas o malheridas. Los hombres también huyeron. Corrieron sin mirar hacia atrás. No quisieron, siquiera, acercarse a la casa. 

Las iguanas nunca volvieron a esa playa. Los abuelos de ustedes, los antiguos isleños, no volvieron a verlas... Pero, ahora, Smith ha regresado. 

martes, 23 de agosto de 2016

EL GALLO Y EL ZAFIRO



En muladar andaba un gallo, cerca del río
y, cuando allí escarbaba, en mañana de frío,
halló un zafiro tallado, nunca vio tal avío.
Dijo el gallo, admirado, en su seso vacío:
"Más quisiera de trigo o de uvas un grano
que a ti y a otros cien como tú en la mi mano".
El zafiro contesto;

"Te aseguro, villano, que, si me conocieras, estarías ufano.

Si me encontrase hoy quien hallarme debía,
si pudiera tenerme el que me conocía,
el que ves entre estiércol mucho reluciría,
¡ni comprendes ni sabes lo que merecería!


lunes, 22 de agosto de 2016

SEIS DISPAROS A LA LUZ DE LA LUNA



No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación, cuando uno sólo habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar los motivos que le impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.

Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan solo; pero por debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un lugar de enterramientos anónimos.

West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó con sus espantosos experimentos. Gradualmente me había convertido en su ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro vecino más cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por una estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de lo que hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros mudos ejemplares sin que nadie nos molestase. Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo... lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los trabajadores de las fábricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano: un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener una composición especial según los distintos tipos: la que servía para los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase requería sensibles modificaciones. Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres suficientemente frescos... West había tenido experiencias horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad. Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más horrendas que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja deshabitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de sentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva persecución. Tenía la impresión de que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador de que al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun seguía vivo: se trataba de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca llegamos a saber.

Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de Arkham. Aún no hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo integro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían con un cuidado sistemático.

Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros, observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O'Brien (un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa), y Buck Robinson, «El Betún de Harlem». El negro había sido noqueado; y tras un breve examen, nos dimos cuenta de que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas anteriores, y una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del Congo las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió de tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas fealdades. Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabía que podía exigirles la ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.

Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el guardia que hacía ronda por aquel distrito.

El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no era demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había levantado y había proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso. Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de que se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West tenía otro motivo de preocupación: por la tarde le habían llamado para que atendiese un caso que acabó de forma amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había vuelto para comer, y presentaba síntomas sumamente alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el chico se había escapado más de una vez; pero los campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado en matar a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los amigos le sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó en medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarle en el bosque; pero la mayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.

Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano que en la policía. Será mejor que bajemos los dos susurró. No estaría bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta de atrás. Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante. West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial (cosa que felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante. Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una mano diminuta. 

viernes, 19 de agosto de 2016

HISTORIA DE UNA INFIDELIDAD



Hay muchas situaciones y maneras de ser infiel. Cristo lo sabía. No nos referiremos a su videncia de la última cena, donde anunció que sería negado tres veces, ni al momento ratificador en que Pedro, efectivamente, lo negó otras tantas. En el caso de la señora Lonigan, debemos recordar cómo Jesús desarmó a los que pretendían lapidar a la mujer adúltera. Los perseguidores soltaron su piedra porque ninguno se encontraba limpio de pecado.

La señora Lonigan acaso no pensaba en estas cosas cuando se dispuso a contarnos la historia de su infidelidad. Se trataba simplemente de contar una historia y además ella era franca por naturaleza, como ocurre con la gente del Oeste. Raza de pioneros, también transita con naturalidad por la selva de los sentimientos.

Esto ocurría en un tiempo en que la guerra no había llegado aún y quien poseyera un vehículo podía echarlo a correr sin preocuparse del racionamiento de gasolina y el desgaste de llantas. Nuestra felicidad tenía que ver, muchas veces, con las millas de recorrido... Y fue así como llegamos, en un auto que la misma señora Lonigan conducía, a unas escarpadas montañas del estado de Wyoming.

El cielo estaba nítido y espléndido un sol tibio sobre los picachos de rocas blanquecinas y azulencas y los pinares verdinegros. Almorzamos sólidas viandas en las que se mezclaba la grata y áspera fragancia del bosque. Y bebimos agua de un arroyo cercano, que cumplía con naturalidad su virgiliano papel de transparencia y murmullo, y  vino de una ventruda garrafa que emigró hacía allí desde California.

Entonces el profesor norteamericano Ben cantó con simpático entusiasmo algunas canciones que había aprendido durante su último viaje a México, el arqueólogo brasileño Guimaraes se trepó a un árbol y el novelista peruano Álvarez relató las dificultades que tuvo en cierta ocasión para obtener fuego en medio de la selva virgen. Cuando la señora Lonigan anunció que iba a contar la historia de su infidelidad, produjese un ambiente de  expectación e inclusive el arqueólogo, llamado por su esposa, se bajó del árbol para formar parte del círculo de oyentes.

—A través de mi infidelidad —comenzó diciendo la señora Lonigan— quedé convencida de que la mujer es un ser fiel...

—Una excelente paradoja —acotó el novelista.

—Su experiencia personal probaría, a lo más, que usted es una mujer fiel —adujo otro de los circunstantes.

—Cuando me casé con Roben —continuó diciendo la señora Lonigan— le juré amor eterno y serle fiel hasta con el pensamiento. Pero pasaron dos o tres años... sí, tres, pues recuerdo que en ese tiempo ya vivíamos en San Antonio... y debo reconocer que falté a mi promesa. Es el caso que Robert tenía un amigo llamado Chas y éste era un bribón gallardo. No sabría decir si fue él o yo quien dio lugar a que nuestra amistad fuera un “poco demasiado” cordial. En estos casos, es difícil fijar exactamente la responsabilidad. Lo cierto es que simpatizamos mucho y como él iba siempre a casa y Robert no se daba cuenta de nada, quién sabe porque tenía buena memoria y no había olvidado mi promesa, la cosa fue creciendo. Llegó un tiempo en que mi marido se alejó de la casa y Chas estaba en cierto balneario. Entonces resolví escribirle. No había ninguna razón especial para que yo le escribiera, y la inventé. Le dije, de primera intención, que me hiciera el favor de visitar en mi nombre a una amiga que yo tenía en el lugar. En seguida me di a hacerle confesiones de cierto tono. Creía que Chas, que no era ningún tonto, se daría cuenta inmediatamente de que mi carta era una especie de declaración... Pero también escribí a Robert y desde luego que sin decirle nada de la otra carta...

—Escribir varias cartas al mismo tiempo es algo típico en estos casos —comentó el arqueólogo brasileño echando su cuarto a espadas en asuntos de amor.

—Lo que fuera —replicó la señora Lonigan y prosiguió— Metí las cartas en los sobres y me dirigí al correo... Sin darme cuenta, había cambiado los sobres y estaba mandando a Robert la carta para Chas y al contrario. Compré en la oficina de correos, las estampillas, se las puse a cada sobre y ya los iba a arrojar al buzón cuando me asaltó la súbita duda de si acaso había cerrado las cartas equivocadamente. Abrí entonces los sobres y vi con horror que así era. Me asusté tanto que no atiné a hacer otra cosa que romper inmediatamente los sobres y las cartas, tal como si Robert me hubiera sorprendido en ese momento. Quería borrar, un poco instintivamente, todo vestigio, la más insignificante prueba de culpabilidad. Arrojé las cartas a un canasto que había en un rincón y aún recuerdo la cara especial que pusieron las gentes ante mi extraña conducta. No era para menos. Ellas no vieron sino que una señora estaba por echar sus cartas al buzón y luego se arrepentía procediendo a abrirlas y, hecho esto, después de darles un rápido vistazo, las hacía añicos precipitadamente. De vuelta a casa, recuperé la serenidad y me puse a analizar las cosas fríamente. Encontré que ya no quería a Roben en la misma forma que antes, puesto que dejó de parecerme el hombre más encantador del mundo y me había interesado Chas. Pero consideré al mismo tiempo que le profesaba un gran respeto y una gran estimación y ello estaba probado por la intensa emoción, el miedo, el sobrecogimiento que me produjo la posibilidad de ser descubierta. De no considerar y apreciar a Robert, tal posibilidad no me habría conmovido tanto. Examiné también a Chas y encontré que ese encantador pícaro jamás podría haberme despertado la reverencia que Robert. Ya no traté de escribir ninguna carta. Y desde este tiempo quise a Robert con seguridad y firmeza, pues el episodio me sirvió para valorizarlo... Además, quedé convencida de que la mujer es un ser fiel, o de que cuando menos yo lo soy, ya que por encima de todo, sentí una gran incomodidad ante mí misma, una especial vergüenza por lo que había hecho. Tal estado de ánimo se me quitó solamente cuando Robert volvió a casa y sentí como que me perdonaba su tranquila seguridad de hombre confiado...

La señora Lonigan terminó diciendo:

—Esta es la historia de mi infidelidad, pues fui una vez infiel con el pensamiento. Lo importante es detenerse allí y yo lo hice. Porque por lo demás, ¿quién es el que puede afirmar que no ha tenido nunca algún mal pensamiento de esta clase? Nadie dijo que no.

martes, 16 de agosto de 2016

EL ELFO DEL ROSAL



En el centro de un jardín crecía un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la más hermosa de todas, habitaba un elfo, tan pequeñín, que ningún ojo humano podía distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus habitaciones, y qué claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la flor, de color rosa pálido.

Se pasaba el día gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se había puesto el sol; claro que había empezado algo tarde.

Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca había salido de noche, siempre había permanecido en casita, dormitando tras los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a costar la vida!

Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín había una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecían trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la mañana.

Se trasladó volando a la glorieta. ¡Cuidado! Dentro había dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosísima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querían con toda el alma, mucho más de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre.

- Y, no obstante, tenemos que separarnos -decía el joven, tu hermano nos odia; por eso me envía con una misión más allá de las montañas y los mares. ¡Adiós, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo!

Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa después de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pétalos fragantes; desde allí pudo oír perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. ¡Ah, cómo palpitaba el corazón debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar ojo.

Pero la rosa no permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Éste podía percibir a través de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se había abierto como al calor del sol más cálido de mediodía.

Acercose entonces otro hombre, sombrío y colérico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.

- Helo aquí olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverá jamás. Debía emprender un largo viaje a través de montes y océanos. Es fácil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverá, y mi hermana no se atreverá a preguntarme por él.

Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a través de la noche oscura. Pero no iba solo, como creía; lo acompañaba el minúsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se había adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su víctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignación por aquel abominable crimen.

El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yacía en su lecho, soñando con aquél que tanto la amaba y que, según ella creía, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montañas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa diabólica, como sólo el demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le cayó del pelo, quedando sobre el cubrecama, sin que él se diera cuenta. Luego salió de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y, metiéndose en el oído de la dormida muchacha, contóle, como en sueños, el horrible asesinato, describiéndole el lugar donde el hermano lo había perpetrado y aquel en que yacía el cadáver. Le habló también del tilo florido que crecía allí, y dijo: «Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un sueño, encontrarás sobre tu cama una hoja seca».

Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba allí.

¡Oh, qué amargas lágrimas vertió! ¡Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor!

La ventana permaneció abierta todo el día; al elfo le hubiera sido fácil irse a las rosas y a todas las flores del jardín; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana había un rosal de Bengala; instalóse en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó decirle una palabra de su cuita.

No bien hubo oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al lugar donde crecía el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardó en encontrar el cuerpo del asesinado. ¡Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro Señor que le concediese la gracia de una pronta muerte!

Hubiera querido llevarse el cadáver a casa, pero al serle imposible, cogió la cabeza lívida, con los cerrados ojos, y, besando la fría boca, sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.

- ¡La guardaré! -dijo, y después de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su casa con la cabeza y una ramita de jazmín que florecía en el sitio de la sepultura.

Llegada a su habitación, cogió la maceta más grande que pudo encontrar, depositó en ella la cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmín.

- ¡Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por más tiempo aquel gran dolor, voló a su rosa del jardín. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas amarillas colgaban aún del cáliz verde.

- ¡Ah, qué pronto pasa lo bello y lo bueno! -suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y estableció en ella su morada, detrás de sus delicados y fragantes pétalos.

Cada mañana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas lágrimas caían sobre la ramita de jazmín, la cual crecía y se ponía verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecían blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reñirle, preguntándole si se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni comprender por qué lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos cerrados y qué rojos labios se estaban convirtiendo allí en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solía encontrarla allí dormida; entonces se deslizaba en su oído y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente. Un día, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueños, se apagó su vida, y la muerte la acogió, misericordiosa. Encontrase en el cielo, junto al ser amado.

Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma característico; era su modo de llorar a la muerta.

El mal hermano se apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguió el pequeño elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habló también del malvado hermano y de la desdichada hermana.

- ¡Lo sabemos -decía cada alma de las flores-, lo sabemos! ¿No brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? ¡Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacían con la cabeza unos gestos significativos.

El elfo no lograba comprender cómo podían estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogían miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la mañana siguiente, dieran muerte al asesino.

Pero la noche anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmín, se abrieron todos los cálices; invisibles, pero armadas de ponzoñosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oídos, le contaron sueños de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas.

- ¡Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmín.

Al amanecer y abrirse súbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que venía a ejecutar su venganza.

Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: - El perfume del jazmín lo ha matado.

El elfo comprendió la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No había modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltó él la maceta, que se rompió al tocar el suelo.

Entonces descubrieron el lívido cráneo, y supieron que el muerto que yacía en el lecho era un homicida.

La reina de las abejas seguía zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrás de la hoja más mínima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.

miércoles, 10 de agosto de 2016

LA ANGUILA Y LA CULEBRA



Pescando con la caña
La linda Anfesibena,
Saca una Anguila, y huye,
Creyéndola Culebra.

Florinda, al lado suyo,
Una Serpiente pesca,
Y creyéndola Anguila,
Muere, picada de ella.

A mirar bien las cosas
La Fabulilla enseña,
A fin de no engañarnos
Con falsas apariencias.

En tanto, entre dos yerros,
O en duda grave, extrema,
Más vale huir Anguilas
Que acariciar Culebras



lunes, 8 de agosto de 2016

EL CAZOLAZO



De un cazolazo a un perdido
Rompió la cabeza un Charro,
Quedando al golpe el cacharro
En mil trozos dividido.

— «Me alegro! dijo el herido:
Él la cabeza me hiere;
Mas también, según se infiere,
Le he roto yo la cazuela»

Aquel que no se consuela,
Es solo porque no quiere.

domingo, 7 de agosto de 2016

EL SOLDADITO DE PLOMO



Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche; cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.

-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!

El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:

-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo. Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.

Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en la tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera lo abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la pierna de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego.

Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.