lunes, 30 de junio de 2014

EL PASTORCITO Y LA SERPIENTE



Un pastorcillo sacaba todos los días su pequeño rebaño de ovejas y cabras a pastar por los campos. Tendría unos ocho años de edad y su mayor ilusión era ir a la escuela para aprender cosas. Eran cinco hermanos y en horas del colegio, él siempre tenía que estar con su pequeño rebaño en el campo.


Un día le dijo a su madre, que quería ir a la escuela para aprender cosas y la madre con mucha pena le contestó —hijo mío, que más quisiera yo, pero eres el mayor de tus hermanos y como bien sabes, tu padre está muy enfermo y no puede trabajar cuando papá se ponga bien podrás ir a la escuela, de momento y aunque me duele mucho decírtelo, no puedes? Hay que sacar el rebaño para que pueda pastar y con la leche que sacamos, podemos comer tus hermanos, tú y nosotros.


Guillermo, que era como se llamaba el pastorcillo, ese día se fue a dormir triste por que de momento no podía ir a la escuela y a la vez muy contento, por que gracia a él, su familia no pasaría hambre.


Al día siguiente y como siempre, Guillermo sacaba su rebaño a pastar y para llegar a los tiernos pastos, tenía que pasar por delante de la escuela, donde los niños más afortunados estudiaban.


Aunque algunos niños que estaban en la escuela por lo visto no la aprovechaban mucho, solían decirle en tono burlesco “Guillermo, si no estudias, serás un analfabeto, un burro y se burlaban de él”


Sobre las doce de ese mismo día estando sentado y repostado sobre el tronco de una vieja higuera, le entró un sueño muy dulce y se quedó dormido y una vez dormido, tuvo un extraño sueño.


Su sueño: Tú lo que tienes que hacer, es llevar el rebaño a donde no haya comida, o perder alguna oveja y cuando lo hayas hecho varias veces, veras como tus padres no te manda más con el rebaño y entonces, veras como si que podrás ir al colegio.


Cuando se despertó de aquel extraño sueño, se juntó con un amigo, que como él, tenía que cuidar un rebaño y le pasaba lo mismo, no podía ir al colegio.


—¿Que llevas en el sombrero de paja?— le preguntó Bernardo, que era como se llamaba el amigo—.

Guillermo se quitó el sombrero y pudo comprobar con asombro, la camisa de una serpiente enroscada en la copa de su sombrero.


Bernardo al verlo tan sorprendido, le preguntó— No me digas, que no te habías dado cuenta.

—No, la verdad es que no, lo que si he tenido un sueño muy extraño.

—¿Es que te has quedado dormido?—

-Si, me entró de repente un sueño muy dulce y ha sido cuando he tenido el sueño-

—¿Y que sueño ha sido ese?—

-Como tú sabes, yo tengo muchas ganas de ir a la escuela-

—Si, eso ya lo se, me lo dices todos los días.

En el sueño una voz me decía —Si llevaras el rebaño, a donde no hubiera comida, o perdieras alguna que otra oveja, tus padres no te mandarían más con el rebaño y si que podría ir a la escuela—

—Oye, no es mala idea—

Que me dices, tú estas loco, si yo no diera de comer a mi rebaño, para que produzca leche, no tendríamos en casa para comer. Además mí papá está muy enfermo y yo soy el mayor de mis hermanos y tengo que cuidar el rebaño, para que ellos no pasen hambre.

Ese día cuando volvió a su casa, le contó a su madre, lo que le había pasado.

—Mamá: hoy me ha pasado una cosa muy extraña, me he quedado dormido en el campo y he tenido un sueño muy raro. Además, una serpiente me ha dejado su camisa enroscada en mi sombrero.

— ¿Que sueño ha sido, hijo, que me estás asustando?— le preguntó su madre, con preocupación—. 

—Una voz muy persistente, me decía que llevara el rebaño a donde no hubieran pastos, o que perdiera alguna oveja y que si lo hiciera muchas veces, seguro que conseguiría ir a la escuela, por que para ustedes, no serviría como pastor y entonces me enviaríais a la escuela.

— ¿Hijo y tú que piensas de todo esto? 

—Que no estoy de acuerdo mamá, que si para que yo aprenda cosas en la escuela, tienen que pasar hambre, mi familia y mis ovejas, con lo que se, ya tengo bastante.

Su madre lo abrasó y dándole un dulce beso, le dijo —Hoy soy la mujer más feliz del mundo—

— ¿Por que mamá? 

Hoy ha venido un joven sediento a pedirme agua y cuando estaba bebiendo, ha sentido a tu padre toser. Al sentirlo, me ha preguntado si había algún enfermo en la casa, le dije que mi marido. Entonces me dijo que él, era médico y que si no tenía inconveniente, podría visitarlo. Yo le contesté que si y le acompañe a donde estaba tu padre y cuando estábamos junto a él, me dijo que le llevara una palangana con agua. 

Cuando volví, me dio la mayor de las alegrías, diciéndome, que tu padre estaba prácticamente curado y que muy pronto podría trabajar y también, por tener un hijo tan maravilloso como tú. Además no me ha querido cobrar nada, me ha dicho que ya había cobrado —dijo la madre y se abrasó de nuevo a su hijo—.

viernes, 27 de junio de 2014

PABLITO, EL BAJITO



Había en un pueblo llamado Todos Santos un niño que era muy bajito y estaba muy acomplejado por su pequeña estatura. Además los amigos siempre se lo hacían saber, lo pequeño que era.

Un día él y varios amigos de los que siempre se metían con su estatura se fueron al campo. 

De golpe aparecieron unas nubes negras y se empezó a oscurecer el día. Una fuerte tormenta les pillo y para resguardarse de la lluvia, buscaron cobijo, ya que estaban a varios kilómetros de Todos Santos.

Después de un buen rato buscando, encontraron una cueva y se metieron en ella. La cueva era muy bajita y todos tenían que ir agachados, menos Pablito que era como se llamaba el niño bajito.

De golpe se sintió un ruido en el fondo de la cueva y todos se asustaron, menos Pablito, que aunque era más bajito, era el más valiente de todos. La lluvia era muy fuerte y relámpagos y truenos no paraban.

El ruido se iba acercando y todos en la puerta de la cueva temblando, sin saber que hacer. 

Pablito cogió un palo y se adentró en busca del ruido.

Minutos más tarde se presentó con un pequeño cordero en la mano.

Los amigos le dieron un abrazo y desde entonces, para ellos dejo de ser bajito.

La grandeza de las personas, no se mide en centímetros.

jueves, 26 de junio de 2014

EL PRINCIPE ENAMORADO



Hace mucho tiempo vivía un Príncipe en un enorme castillo, que buscaba princesa con quien casarse y tener muchos hijitos. 

Su padre el rey hizo el anuncio que todo el reino esperaba.

-El día del cumpleaños del Príncipe, que será dentro de catorce días y catorce noches, la muchacha que le haga a mi hijo el mejor regalo y por tanto el que más le guste a él, la elegirá como esposa para acabar siendo la reina de este castillo-

La sorpresa fue mayúscula y creó una gran expectación y alegría allá donde la noticia se escuchaba. 

Todas las muchachas del reino, de algunas ciudades del alrededor e incluso de algunos países extranjeros, se dieron cita el gran día del cumpleaños del Príncipe.

Los regalos eran espectaculares, joyas, cofres repletos de oro y diamantes, caballos traídos de Arabia, Toneles del mejor vino español y otros muchos y de los más variados de todo el continente.

Pero el Príncipe se fijó en un regalo que era una simple caja, a decir verdad era una caja muy bonita de madera, pero lo que más le llamó la atención al Príncipe fue que la caja estaba abierta y dentro no había nada, estaba completamente vacía y por supuesto el Príncipe no entendió nada. Hizo llamar a su mayordomo y le pidió que localizara a la muchacha que se estaba burlando de él y que su regalo había sido nada.

Pocos minutos después el mayordomo se presentó anunciando a la muchacha que no le había hecho ningún regalo y por supuesto el Príncipe le preguntó:

-Me puedes explicar porque te has querido burlar de mí no regalándome nada- Dijo el Príncipe dándole la espalda a la muchacha.

Con voz temblorosa la muchacha pudo decir:

-Lo siento Príncipe, pero por el camino me encontré con tanta gente que lo necesitaba más que usted, que lo repartí todo-

El Príncipe solo escuchando la voz dulce de la muchacha y su grandiosa generosidad, se dio media vuelta, se arrodilló y sin mirarle el rostro dijo:

-No me importa como seas por fuera, porque por dentro he visto que quiero que seas la madre de mis hijos y la reina de mi castillo y mi corazón. ¿Te quieres casar conmigo?-

Ella se arrodilló junto a él y por primera vez se miraron a la cara y descubrieron lo bellos que eran y lo mucho que se amaban.

Se besaron dulcemente y anunciaron el compromiso. Juntos repartieron todos los regalos del Príncipe y todo el reino lo agradeció.

Fueron muy felices y reinaron con sabiduría y justicia, hasta el final de sus días.



miércoles, 25 de junio de 2014

EL PÁJARO CARPINTERO



Estaban todas las aves del bosque reunidas un día debajo de un frondoso árbol, cuando de pronto escucharon un ruido, parecían martillazos, intrigadas salieron a curiosear. Vaya sorpresa, observaron a una pequeña ave, desconocida hasta entonces, la cual parada sobre el tronco de un árbol, martillaba con su pico insistentemente, el loro decidió acercársele y le preguntó:

-¿Hola pequeño amigo que estas haciendo?-

Deteniendo por unos momentos su labor, el ave trabajadora le respondió: -¡Estoy construyendo un nido para la familia amigo!-

El loro continuo la conversación: -¡Es muy extraño lo que haces, nosotros construimos los nidos sobre las ramas de los arboles!-

Soltando la risa, el ave trabajadora respondió: -¡Vaya error amigo, es por eso que se mojan cuando llueve y me imagino que también pasan mucho frío en las noches, amén del peligro que corren ya que están expuestos a que alguna fiera del bosque les haga daño mientras duermen, yo en cambio duermo muy protegido en este nido y mis polluelos no pasan frío y no se mojan, comprendes las ventajas que tienen estos nidos!-

Sorprendido por aquellas palabras, el loro le propuso un trato: -¡Caramba amigo reconozco que tienes mucha razón, te propongo un trato, si me construyes un nido como el tuyo, estoy dispuesto a pagar lo que me pidas!-

El ave trabajadora aceptó el trato y le respondió: -¡Esta bien amigo loro, prometo entregarte este nido dentro de tres meses, para cuando comience el verano, mientras tanto deberás traerle comida a mi mujer y a mi hijo por el tiempo que yo este ausente lejos de casa trabajando!-

Contento el loro acepto las condiciones y la pequeña ave continuó trabajando.

Ansiosas las demás aves del bosque esperaban el regreso del loro, cuando este por fin llegó, la guacamaya se le acercó y le preguntó: -¿Oye primo que fue lo que hablaste con esa extraña ave?-

El loro respondió en voz alta para que los demás escucharan: -¡No se preocupen, es un ave amiga y muy trabajadora, esta construyendo un nido para su familia y llegue a un trato con él, prometió entregarme ese nido dentro de tres meses y a cambio me comprometí a alimentarle a su familia por el tiempo que este ausente trabajando en el bosque!-

La guacamaya exclamó: -¡Es un trato justo, veré si puedo hablar con él- Pasaron unos días y ya la extraña ave había terminado de construir el nido y se encontraba cómodamente instalada con su pareja, en ese momento llegó hasta ellos la guacamaya y les preguntó: -¿Buenas tardes como están por aquí, quisiera poder hablar con usted amigo, cuanto me cobra por construirme un nido como este?-

Saliendo por unos momentos del nido, la pequeña ave le respondió: -¡Eso depende del tipo de nido y del árbol en que lo quieras amigo, mientras más duro sea el árbol, más caro te costará el nido!-

La guacamaya se quedo pensando por unos momentos, entonces la pequeña ave le dijo: -¡Bueno hagamos una cosa, en vista de que he notado que eres una buena ave y haz venido en son de paz a mi casa, prometo construirte un nido, si a cambio te comprometes a venir todas las tardes a entretener con tu canto a mi hijo mientras yo este ausente!-

Complacida la guacamaya acepto el trato y regresando al bosque les contó a las demás aves lo sucedido. Transcurrieron los meses y la pareja de extrañas aves tuvieron su cría, el loro les traía comida todos los días y en las tardes la guacamaya los entretenía con su alegre canto. Muy lejos de aquel lugar, la pequeña ave trabajadora construía el nido para la guacamaya, pero el fuerte ruido atrajo hacia el lugar a un enorme gavilán quien parándose sobre una rama preguntó: -¿Se puede saber con que permiso el amigo esta construyendo un nido en este árbol?-

Sorprendido por la pregunta, la pequeña ave trabajadora respondió: -¡Bueno que yo sepa el bosque no tiene dueño y en todo caso el amigo debería preguntarle a la guacamaya quien me contrato?-

Al escuchar aquella respuesta el fiero gavilán exclamó: -¡Miren pues así que a usted lo contrato la guacamaya, que raro ella no me informó nada al respecto, bueno ya arreglaremos cuentas en su momento!-

El enorme gavilán continuó su vuelo vigilando el bosque mientras la pequeña ave continuó con su trabajo.

A los pocos minutos llegó a su lado el tucán y le dijo: -¡Escuche buen amigo tenga mucho cuidado con ese gavilán, es muy peligroso y de paso se cree el dueño del bosque!-

Al escuchar aquellas palabras de advertencia, la pequeña ave trabajadora tuvo más precaución y de vez en cuando quitaba los ojos del palo para mirar el cielo.

Transcurrido un mes termino de construir el nido y buscando a la guacamaya le hizo entrega de la nueva casa muy contenta esta le dio las gracias y dio por concluido el trato. Entonces la pequeña ave trabajadora regresó a su nido a dormir con su familia.

Al día siguiente el loro se presentó con la comida y la pequeña ave le dijo: -¡Escucha buen amigo, mañana salgo para el bosque a construir otro nido ya que se acerca el verano y debo cumplir con el trato que acordamos!- Muy de mañana el ave trabajadora se marchó al bosque a construir el nuevo nido y sucedió que mientras trabajaba se le acercó el tucán con el cual había conversado días atrás, este le preguntó: -¿Oiga buen amigo cuanto me cobraría usted por construirme un nido asó como ese para mi familia, ya que no tengo casa, anoche el gavilán me destrozó la que tenía?- La pequeña ave le respondió: -¡Comprendo su angustia amigo y quisiera ayudarlo, le propongo un trato, después que construya este nido, me mudaré para acá con mi familia, entonces podría comenzar a construirle su nido, pero a cambio usted se debe comprometer a alimentar a mi familia mientras yo este trabajando!-

Contento el tucán acepto el trato y voló al bosque a informar a su familia mientras la pequeña ave continuó con su trabajo. Pasaron unas semanas y por fin estuvo listo el nido, entonces la pequeña ave voló hasta el bosque en busca de su familia y ya lista la mudanza le entregó el antiguo nido al loro, quien muy contento aceptó la nueva casa. Mientras la pequeña ave estuvo ausente, el enorme gavilán trató de destruir el nido, pero el valiente tucán en compañía de otras aves lo enfrentó y lo hicieron retirar. Al llegar la pequeña ave con su familia, fue informada de la situación, esa noche todas las aves del bosque durmieron cerca del nido para protegerlo del ataque del gavilán.

Al día siguiente las aves del bosque se reunieron en asamblea y decidieron que la lechuza se encargara de la vigilancia nocturna a cambio de comida y agua gratis todos los días. En ese mismo momento también decidieron por unanimidad darle un nombre a la pequeña ave trabajadora, a partir de ese instante la llamarían pájaro carpintero, el cual se convirtió en el ave más querida y protegida del bosque, pues su trabajo y habilidad para construir nidos era insuperable y muchas aves contrataban sus servicios por lo que tenía trabajo todo el año.



miércoles, 11 de junio de 2014

LA HISTORIA DEL LOBO Y LA ZORRA



Andaba el lobo muy hambriento y ya no sabía que hacer para coger algún animal para comérselo. Y por hay encuéntrase con la zorra y le dice:

-Oiga usted, señora zorra, que me la voy a comer-

Y la zorra le dijo:

-Pero mire usted, que estoy muy flaca. No soy más que huesos y pellejos-

-No, que usted estaba muy gordita el pasado año-

-El año pasado si que estaba gordita, pero ahora tengo que darles de mamar a mis cuatro zorritos y apenas hallo bastante para crear leche para ellos-

-¡Que no me importa!- le dijo el lobo.

Y iba a darle la primera mordida, cuando la zorra le dijo:

-Deténgase usted, por dios, señor lobo. Mire que yo se donde vive un señor que tiene un pozo lleno de quesos-

Y se fueron la zorra y el lobo a buscar los quesos. Y llegaron a una casa y pasaron unas tapias y llegaron ande el pozo, y la Luna se reflejaba en el agua y parecía un queso. Y se asomó la zorra y volvió y le dijo al lobo:

-¡Ay amigo lobo, que el queso es grandote! Mire asómese usted-

Y se asomó el lobo y vio la Luna y creyó que era un queso grandote. Pero el lobo sospechoso, la dijo a la zorra:

-Pues bueno, amiga zorra, entre usted por el queso- Y la zorra se metió en uno de los cubos y entró por el queso. Y desde abajo le gritaba al lobo:

-¡Ay, amigo lobo! ¡Que grandón está el queso! ¡No puedo con él! Venga usted a ayudarme a subirle-

-Pero no puedo yo entrar- le decía el lobo. -¿Cómo voy yo a entrar? Súbalo usted sola-

Y la zorra le dijo:

-Pero no sea usted torpe. Métase usted en el otro cubo y verá como así entra fácilmente-

Y se metió la zorra entonces en el cubo ande había bajado. Y el lobo se metió en el otro cubo y, como pesaba más, se deslizó para abajo y la zorra subió para arriba. Y hay se quedó el lobo buscando el queso, y la zorra se fue muy contenta a ver a sus zorritos.



viernes, 6 de junio de 2014

LA HISTORIA DE UN ANGELITO



Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de San Pedro Mártir, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.

En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtense en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa. 

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel. Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas.

Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia.

En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña. Además del despacho del fundo, pueden los dueños de las boletas canjearlas por mercaderías en el negocio de El Chispa, ubicado en el cruce de dos caminos en el corazón mismo de la sierra. El propietario, un hombre fornido y membrudo, de atezado rostro y ojos de mirada astuta, había sido un famoso cuatrero que por mucho tiempo fue el terror de los pobladores de San Pedro Mártir, donde el temible personaje estableciera su guarida. 

Un día, una noticia sensacional se esparció por los campos devastados por las depredaciones del bandido. Súpose que éste había abandonado sus criminales actividades para ganarse honradamente la vida. Lo que quedó ignorado fueron los móviles que lo indujeron a tomar esta resolución, pues el interesado guardaba al respecto la más absoluta reserva. Sólo unos pocos conocieron la causa, que no era otra que un acuerdo, o mejor dicho, un tratado de paz y amistad celebrado entre el cuatrero y el dueño del fundo más importante de la región.

Por este convenio el primero garantizaba al segundo, mediante su autoridad e influjo con los del oficio, la integridad y seguridad de los ganados de la hacienda. Ningún atentado se cometería contra ellos, obteniendo en cambio de este servicio un pedazo de terreno para edificar su vivienda, y el olvido y la impunidad por los delitos que tenía pendientes con la justicia.

Como para poder cumplir con eficacia el acuerdo era indispensable no perder el contacto con los ex camaradas en activo ejercicio, la casa de El Chispa pasó a ser el punto de reunión y de refugio de los ladrones de animales que infestaban aquellas tierras.

Este hecho no lo ignoraba la justicia, pero el protector del bandido era tan omnipotente y sus influencias tan poderosas, que no había nadie bastante osado para ponerle a este último la mano encima. Si algún funcionario policial, exasperado por las denuncias y clamoreo de las víctimas, se decidía a vigilar la madriguera, muy pronto recibía de su superior jerárquico una orden terminante y conminatoria para dejar en paz al cuatrero. Los caminantes que cruzaban la sierra, jinetes, carreteros y conductores de ganado acostumbraban detenerse en la casa de El Chispa, ya sea para comer y beber o para descansar de la fatiga de la marcha.

Pero los parroquianos más asiduos eran los madereros, que en su mayoría dejaban ahí el producto íntegro de su trabajo. Para atraer la clientela organizaba rifas de comestibles y licores con el acompañamiento obligado del canto y el baile. Mas, la fiesta que mayor éxito alcanzaba era la celebración del velorio de un angelito.

Cuando moría en la montaña un niño de corta edad, sus padres lo llevaban a casa de El chispa, quien mediante el pago de algunas monedas quedaba dueño del cadáver hasta el instante del entierro, que tenía lugar tres o cuatro días después del fallecimiento. Durante este intervalo se cantaba, se bailaba y se bebía en torno de la criatura, no interrumpiéndose la orgía sino cuando el estado de descomposición de los restos hacía indispensable proceder a la sepultación inmediata. 

Al atardecer de un día de diciembre, cálido y luminoso, la casa de El Chispa rebosaba de gente: celebrábase con gran pompa el velorio de un angelito. En la pieza contigua al negocio, sobre una mesa cubierta con profusión de flores de papel, y alumbrado por cuatro velas de sebo sujetas al gollete de otras tantas botellas vacías, estaba extendido el cadáver de un niño de dos años. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, encima de la blanca mortaja, adornada con cuentas de vidrio, cintas y dibujos hechos con finas hojas de papel metálico llamado esmalte. Aunque la tela por el prolongado uso ostentaba un tinte amarillento, la funeraria prenda era el orgullo de El Chispa y la admiración de todos por la verdad y riqueza de sus ornamentos. 

Desde temprano las cuerdas del arpa y la guitarra no habían cesado de resonar bajo la presión de los dedos nudosos de las cantoras viejas, de rostros secos y apergaminados, que con sus voces chillonas entonaban la canción del angelito que se va glorioso al cielo. El humo de los cigarros y el polvo que levantaban los bailarines, zapateando briosos en el suelo de tierra apisonada, oscurecían la atmósfera de la habitación que se hacía estrecha para contener a los numerosos asistentes al velorio. Enormes vasos de licor circulaban de mano en mano, y a medida que los efectos de la embriaguez iban acentuándose, la animación y el bullicio crecían en proporción ascendente. 

Cuando estallaba alguna disputa y el ruido y la algazara subían de punto, acudía presuroso El Chispa, bastando las más de las veces su sola presencia para apaciguar los ánimos exaltados. De carácter autoritario y violento, siempre reprimió con mano de hierro todo conato de desorden dentro de su vivienda. Además, el prestigio que le daban sus hazañas era tan considerable, que nadie se atrevía a protestar de su rudeza ni de los medios expeditivos que ponía en práctica para zanjar las discordias entre sus parroquianos. 

Entre los concurrentes a la fiesta llamaba la atención, por la bulliciosa alegría que exteriorizaba, un joven maderero de estatura mediana, ojos verdes y cabellos castaños que contrastaban con el oscuro tinte del rostro requemado por el sol.

Llamábanle El Chulao por la perfección con que imitaba a esta vocinglera avecilla de la montaña. Vestía blusa y pantalones de burda tela y cubríase el busto con la inseparable manta rayada de verde, de azul y de encarnado. Ese mozo que tan alegre se mostraba era el padre del angelito y en su calidad de tal gozaba de ciertos derechos sancionados por la costumbre. Uno de los más importantes era beber gratuitamente, y de tal manera había usado de esta franquicia que, al caer la noche, el alcohol ingerido en exceso produjo un cambio notable en la naturaleza tímida y apática del maderero. Su carácter huraño y silencioso se tornó con la embriaguez pendenciero y alborotador, y de tal modo estorbó con su actitud agresiva la armonía del jolgorio que el dueño de casa, cansado de la acción perturbadora del ebrio, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la carretera donde lo derribó, aturdido, de un puñetazo. 

La luna brillaba en el cielo tachonado de estrellas cuando El Chulao recobró el conocimiento. Se incorporó con el rostro vuelto hacia la casa, que destaca su techumbre de totora y sus paredes de barro bañadas por el suave y lechoso resplandor que fluía de lo alto. Los sones del arpa y la guitarra y las roncas y cansadas voces de las cantoras resonaban en el silencio de la noche, despertando lejanos ecos en lo hondo de las quebradas. 

El sitio de la fiesta había cambiado de ubicación, trasladándose la concurrencia a la ramada construida detrás del edificio. Alrededor de la rústica mesa, iluminada por algunos faroles de papel, los asistentes al velorio comían y bebían con gran algazara, atendidos por El Chispa y algunas mujeres que servían con diligencia a los comensales. 

El bullicio y el olor de las viandas despejaron el cerebro entorpecido del maderero. El recuerdo de la injuria que acababa de sufrir concluyó de aclarar sus ideas, y levantándose trabajosamente caminó dando traspiés en dirección de la casa. En el fondo de su conciencia un sentimiento confuso, mezcla de miedo y de terror, comenzaba a dominarle, impulsándolo hacia adelante. Sin hacer ruido, apoyándose en la pared, llegó hasta la puerta del cuarto donde se velaba el angelito; empujola despacio y asomó su cabeza al interior. Un gran silencio reinaba en la habitación, interrumpido apenas por el chisporroteo de las velas que iluminaban la mesa donde yacía la criatura, abandonada en ese instante por sus celosos guardadores. 

El maderero aguzó el oído y escudriñó todos los rincones del cuarto. Por la puerta entreabierta que daba al patio se oía el ruido de las voces de los que estaban en la ramada. En las verdes pupilas del labriego fulguró una llama repentina. Acababa de germinar en su cerebro, excitado por el alcohol, una idea audaz y descabellada que puso en práctica al instante.

Avanzó de puntillas hacia la mesa y cogiendo el cadáver del pequeñuelo lo colocó bajo la manta, deslizándose en seguida fuera de la pieza, rápido y silencioso como una sombra. A cincuenta metros de la casa abríase la ancha sima de una profunda quebrada. Cuando el fugitivo llegó al borde se dejó escurrir por la pendiente hasta tocar el fondo cubierto por la espesa maraña de las quilas, a través de las cuales se deslizaba la rumorosa corriente de un arroyo. Siguiendo la ruta descendente del agua, el montañés, con la expedición queda el hábito, anduvo un largo trecho bajo la espesura. De pronto percibió un lejano clamoreo. Se detuvo indeciso y temeroso, pues comprendió que aquellos gritos significaban que el robo había sido descubierto y que muy pronto atraería sobre su persona la encarnizada persecución del cuatrero y sus amigos, que no le perdonarían jamás haberles aguado la fiesta de tan extraña manera. Pero muy pronto se tranquilizó: la quebrada en plena noche era un asilo inviolable y sería, a esas horas, una locura buscarle allí. 

Al desembocar en un claro tenuemente iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban a través del follaje, se detuvo para descansar. Sacó de debajo de la manta el rígido cuerpecillo de la criatura, lo puso en el suelo y se tendió a su lado sobre la mullida hierba. Un minuto más tarde dormía profundamente con el sueño pesado de la fatiga y de la embriaguez. 

El sol estaba bastante alto en el horizonte cuando el maderero se despertó. Su primer impulso fue bajar hasta el cauce y sumergir en el agua fresca y cristalina el afiebrado rostro. Cuando hubo apagado la sed ardiente que le abrasaba las fauces, sus ojos se fijaron con sorpresa y temor en la criatura. 

Lentamente fue recordando y, a medida que los detalles de las escenas iban precisándose en su memoria, mayores eran su desconcierto y su inquietud. La sustracción del cadáver fue un acto ejecutado sin premeditación, un impulso súbito de venganza llevado a cabo sin pensar en las consecuencias. Ahora comprendía claramente que se había metido en un malísimo negocio del cual era conveniente zafarse a la brevedad posible. Pero, la necesidad ineludible de arrostrar la ira de El Chispa, tan gravemente ofendido, llenaba su alma de temor y vacilación. 
Un largo cuarto de hora torturó su cerebro buscando la manera de salir del paso y sólo encontraba una solución aceptable: presentarse ante El Chispa y poner en sus manos la criatura. Recibiría, sin duda, algunos golpes, pues el cuatrero no era hombre de dejar sin castigo tamaño desacato, pero también estaba seguro de que el bandido vería con buenos ojos esta devolución que iba a permitirle reanudar la fiesta que tan espléndidas ganancias le producía. 

Cuando, después de pesar el pro y el contra, hubo adoptado esta resolución, su vista se posó con fría indiferencia en el blanco objeto que yacía sobre la yerba. Transcurrió un instante de muda contemplación y, de pronto, sus miradas se animaron con un fulgor repentino. El menudo y pálido rostro donde la muerte había impreso su honda huella, estaba circundado por una aureola de sedosos y ensortijados rizos de color de oro. En sus ojos cerrados por el eterno sueño y en sus manitas cruzadas sobre el pecho, había una tan dulce y serena quietud que el maderero sintió que algo confuso se removía en lo más recóndito de su ser. Como un torrente que desborda su cauce, una oleada de recuerdos asaltó su mente. Su vida oscura de siervo desfiló entera por su imaginación.

Trabajo y miserias, injusticias y expoliaciones componían el monótono panorama. Sólo un rayo de luz presentado por un niño rubio y rosado interrumpía la nota gris de esas reminiscencias. Entre las escenas y detalles agradables que acudían a su memoria, recordó la alegría que había experimentado cuando el pequeño empezó a balbucir palabras. Entonces sus callosas manos alzábanlo del suelo como un objeto precioso y frágil, lo sentaba sobre sus rodillas y dejaba que sus deditos regordetes le tirasen del bigote y de la barba. Como sus labios torpes eran incapaces de modular los vocablos mimosos con que se arrullaba a los pequeñuelos, contentábase con sonreírle y silbarle imitando el canto de algún pájaro de la montaña.

El trabajo era duro, numerosas las privaciones, pero cuando en la tarde, con el hacha al hombro, fatigado y sudoroso regresaba al rancho, la presencia del pequeño que salía a su encuentro, alzando hacia él sus bracitos, hacíale olvidar el cansancio y las negras ideas que se apoderaban de su ánimo apenas el término de la labor ponía en reposo sus músculos infatigables. Una sensación honda y dulcísima borraba entonces hasta el último vestigio de fatiga y pesimismo, cual si un bálsamo maravilloso calmara de pronto las torturas morales y físicas de su espíritu y de su carne. 

Un día el niño amaneció enfermo: su cuerpecito ardía como un ascua de fuego, y lloraba pidiendo agua con insistencia que partía el alma. Tres días después, a pesar de los medicamentos que le recetara una famosa médica, el pequeñuelo falleció. 

Cuando lo vio inmóvil en el lecho con los puntos crispados y los ojos en blanco, vueltos hacia arriba, sintióse dominado por una rabia sorda contra el adverso destino que no se cansaba de hostigarlo. El llanto de su mujer acabó de exasperarlo, y para no oír sus ayes angustiosos abandonó el rancho y se internó en la montaña. El silencio del bosque y la serenidad del cielo donde brillaba resplandeciente el sol de la montaña, aflojaron la tensión de sus nervios y calmaron el desorden que reinaba en su mente. Mas, apenas hubo pasado la crisis, su alma sórdida de labriego recobró sus características ancestrales. 

La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana. 

Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atada en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. 

Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño. 

Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la 
marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera.

Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocada por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego.

En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad. Y entonces vislumbró lo monstruoso de aquellas prácticas que la gente de su clase se obstinaba en mantener, a pesar de que muchos repugnaban ya esos actos abominables.

No, su hijo no serviría de pretexto para que aquellos hechos vergonzosos se repitiesen. Y de nuevo se puso a meditar para resolver este otro aspecto del problema. Pronto halló la solución: ocultaría en la quebrada el cadáver; bajaría al llano y solicitaría del capataz de las obras un anticipo en dinero para pagar la sepultura en el cementerio de la aldea, dando de pasada aviso al panteonero para que cavase la fosa. Al regreso sacaría el cuerpo de su escondite y lo trasladaría al campo santo, donde le aguardaba para rematar la fúnebre tarea su amigo el sepulturero. A El Chispa le devolvería su lujosa mortaja y el dinero que de sus manos había recibido. 

Sin perder tiempo se puso a buscar el escondrijo que necesitaba, pero, temiendo que durante su ausencia las alimañas o aves de rapiña atacasen el cadáver, decidió abrir ahí mismo una fosa y sepultarlo en ella provisoriamente. Con la ancha hoja de su cuchillo cavó en la tierra blanda y esponjosa un hoyo poco profundo, y cuando estuvo terminado, revistió el fondo y las paredes con hojas de helecho, planta que crecía en gran profusión bajo la sombría espesura en la improvisada tumba. Como madre que contempla amorosamente al hijo dormido en su regazo, así el maderero fijó los ojos en el semblante del pequeñuelo y notando en él algunas partículas de tierra, se inclinó y sopló aquel polvo adherido prematuramente a las mejillas de la criatura.

Luego puso fin a la penosa labor cubriendo los restos con un manojo de helechos y colocando encima gruesas piedras para evitar el ataque de algún animal silvestre. Antes de marchar, escuchó con atención los ruidos de la quebrada, y no encontrando en ellos nada sospechoso, lanzó una última mirada sobre el pequeño túmulo y se alejó, desapareciendo en breve en la espesa maraña de la selva. 
Una hora escasa habría transcurrido después de la partida del maderero, cuando desembocó en el claro, con la nariz pegada a la tierra, un diminuto can de sucio y largo pelaje color canela. Detrás del animal apareció El Chispa, seguido de cerca por un mocetón que llevaba entre sus manos una escopeta de dos cañones. Al divisar el túmulo, en torno del cual el perrillo daba vueltas, olfateando con ardor el suelo removido, el cuatrero masculló una sórdida imprecación. 

-Mira Vicente -exclamó dirigiéndose a su acompañante-, ya ves cómo Sultán dio con el rastro, pero si el maldito ladrón lo enterró aquí, temo que se haya estropeado la mortaja. ¡Una prenda que me cuesta tanta plata! ¡Sólo en papel de esmalte llevo ya gastado un peso cincuenta! 

El de la escopeta no contestó. Había soltado el arma, y arrodillado en tierra apartaba las piedras que defendían la sepultura. Cuando quitadas las hojas de helechos que cubrían el cadáver, éste apareció pulcramente intacto, El Chispa lanzó un gruñido de satisfacción. 

Momentos más tarde, alegres gritos partían de la casa del cuatrero al mismo tiempo que una voz de mujer, aguda y desafinada, cantaba con acento estentóreo: Cuán dichoso el angelito. Que se va glorioso al cielo…