jueves, 28 de abril de 2016

EL TIGRE NEGRO Y EL VENADO BLANCO



El tigre negro, el más feroz y vigoroso de los animales de la selva, buscaba un lugar para construir su casa y lo encontró junto a un río. Al venado blanco, el más tímido y frágil de los animales de la selva, le pasó cosa igual. Eligieron el mismo lugar: un hermoso sitio, sombreado de árboles y con abundante agua.

Al día siguiente, antes de que saliera el sol, el venado blanco abatió el herbazal y cortó los árboles. Después marchóse y llegó el tigre negro que, al ver tales aprestos, exclamó:

—Es Tupa, el dios de la selva, que ha venido a ayudarme…

Y se puso a trabajar con los árboles cortados.

Cuando el venado blanco llegó al día siguiente, exclamó a su vez:

—¡Qué bueno es Tupa: ha venido a ayudarme!...

Techó la casa, la dividió en dos habitaciones y se instaló en una de ellas.

Cuando llegó el tigre negro y vio la casa terminada, creyó que ello era obra de Tupa y se instaló en la otra habitación. Pero al día siguiente se encontraron al salir, comprendiendo entonces lo ocurrido. El venado blanco dijo:

—Ha de ser Tupa quien ha dispuesto que vivamos juntos. ¿Quieres que vivamos juntos?

El tigre negro aceptó:

—Sí, vivamos juntos. Hoy iré yo a buscar la comida y mañana irás tú…

Se fue por el bosque y regresó a la media noche, cargando un venado rojo, que arrojó ante su socio diciéndole:

—Toma: haz la comida.

El venado blanco, temblando de miedo y de horror, preparó la comida, pero no probó ni un bocado de ella. Todavía más: ni siquiera durmió en toda la noche. Temía que su feroz compañero sintiera hambre.

Al día siguiente le tocó al venado blanco buscar la comida y se fue por el bosque. ¿Qué haría? Encontró un tigre dormido, un tigre más grande que su compañero, e imaginó un plan. Buscó al oso hormiguero, que es muy forzudo, y le dijo:

—Allí hay un tigre dormido. Estaba diciendo que tú no tienes fuerza…

El oso hormiguero fue calladamente hacia el tigre, lo apretó entre sus poderosos brazos y lo ahogó.

El venado blanco arrastró el tigre muerto hasta la casa y dijo, poniéndolo ante los pies del tigre negro, despreciativamente:

—Toma, come: eso es lo poco que pude encontrar…

El tigre negro no dijo nada, pero se quedó lleno de recelo. No comió nada tampoco. En la noche no durmió ninguno de los dos. El venado blanco esperaba la venganza del tigre negro y éste temía ser muerto como lo había sido otro tigre mayor.

Ya de día, ambos se caían de sueño. La cabeza del venado blanco golpeó la pared que separaba las habitaciones. El tigre negro creyó que su compañero iba a atacarlo y echose a correr. Pero hizo ruido con sus garras y creyendo el venado blanco igual cosa del otro, salió también precipitadamente.

Y la casa quedó abandonada…

miércoles, 27 de abril de 2016

EL LOBO MURMURADOR



Entre las breñas de un cerro,
un día de gran nevada,
un lobo a su camarada
hablábale así de un perro:

— Es un maldito vecino,
tan camorrista y cruel,
que para estar libre de él,
ya se necesita tino.

Ladrador para la gente,
entrometido, goloso,
suspicaz y cauteloso,
en fin, un perro indecente.

Pasaba en esta ocasión
cerca de allí una raposa,
paróse un tanto curiosa,
y al oír la acusación
dijo para su coleto:

— Anda que te crea un bobo:
perro a quien acusa un lobo,
debe ser perro completo.

En caso próspero o adverso
no echarás nunca en olvido
que es elogio el más cumplido
la censura del perverso




martes, 26 de abril de 2016

ANA, UNA NIÑA AVENTURERA



-¡Ana, a comer! Gritó la madre con desesperación y un punto de irritación. ¡Ana, ven aquí inmediatamente!

Una chiquilla pecosa corría sin parar, yendo de aquí para allá, cazando animales salvajes que se escondían tras las piedras en el jardín. Tenía una estrategia que no le fallaba casi nunca: se acercaba silenciosamente, cual felino acechando su presa. No quería asustar a los monstruos malignos, quería cazarlos in fraganti. Iba acercándose poco a poco, poco a poco, en un movimiento apenas perceptible. A veces tenía que atravesar ríos caudalosos que se interponían a su paso; sin embargo, nada detenía a esta intrépida aventurera. No importa los medios que tuviera que utilizar para conseguir su propósito: palos que se convertían inmediatamente en canoas, piedrecitas que servían para crear puentes y comunicar así las dos orillas del territorio salvaje...

-¡A comer!, gritó la madre de nuevo. ¿Vienes o voy a por ti?

¡La niña aventurera había descubierto la guarida de los animales salvajes! Ni el ejército de soldados, ni la guardia personal de la reina habían conseguido detenerla. Allí estaba, toda poderosa: las hormigas intentaban huir despavoridas en todas direcciones. Algunas abandonaban sus preciados tesoros, aquellos que habían llevado hasta las puertas del hormiguero con gran esfuerzo.

Ana dio un grito de satisfacción: ¡Aquí estáis bestias salvajes! ¿Pensabais que podíais escapar de mí...? Pero bueno, no temáis. Os voy a dar una prueba de mi poder y mi bondad. Trabajaréis para mí y juntos salvaremos el mundo de los malvados. Embarcaréis en  grandes barcos y surcaréis los ríos hasta alcanzar el mar...

-¡Ana! ¡Deja de jugar en los charcos y ven a comer inmediatamente!

-¡Ya voy mamá!

Ana se levantó y salió corriendo hacia la casa. Su madre la esperaba en la puerta con las manos apoyadas en la cintura y la niña sabía que esa era la señal de alarma.

-¿Cuántas veces tengo que llamarte para que vengas?. Ya sabes que no me gusta que juegues en los charcos, te pones perdida. Siempre pasa lo mismo cuando llueve. ¡Mira cómo vienes!. Lávate las manos inmediatamente.

- Si mamá...  Pequeñas bestias salvajes, no cantéis victoria. ¡Volveré con provisiones, conquistaremos nuevos horizontes y acabaremos con los malvados! Pensaba Ana mientras entraba en la casa presta a cumplir las órdenes del general al mando, su madre...

lunes, 25 de abril de 2016

LA PRINCESA Y EL GUISANTE



Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tenía que ser una verdadera princesa. Viajó por todo el mundo buscando una, pero no pudo encontrar en ningún sitio lo que buscaba. Había muchas, pero era difícil saber si eran auténticas princesas. Había siempre algo en ellas que no era como debía ser. Así, volvió a casa de nuevo muy triste porque le hubiera gustado mucho haber encontrado la verdadera princesa de sangre real.  Una noche estalló una terrible tormenta con rayos y truenos. La lluvia caía torrencialmente. De repente se oyó como alguien golpeaba la puerta del castillo con fuerza. ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!. El anciano rey fue a abrirla. Era una princesa que estaba afuera, frente a la puerta. Pero, ¡Dios mío! ¡Qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa auténtica. Bueno,  eso pronto lo sabremos”, pensó la anciana reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones.

La princesa tuvo que dormir allí toda la noche.

A la mañana siguiente le preguntaron como había dormido.

Así supieron que era una princesa de verdad, porque había notado el guisante a través de veinte colchones y de veinte edredones. Solo una auténtica princesa podía haber sido tan sensible.

El príncipe la tomó por esposa, porque ahora podía estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, si no lo ha robado nadie. 

sábado, 23 de abril de 2016

EL ABUELO Y EL NIETO



Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy torpe y le temblaban las rodillas.

Cuando estaba a la mesa, apenas podía sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados con él, hasta que, por último, le dejaron en un rincón de un cuarto, donde le llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa.

Un día se cayó al suelo, y se le rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su nuera le llenó de improperios a los que no se atrevió a responder, y bajó la cabeza suspirando. Le compraron por un cuarto una mesita de madera, en la que se le dio de comer de allí en adelante.

Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el suelo.

-¿Qué haces? preguntó su padre.

-Una mesa, contestó, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean viejos.

El marido y la mujer se miraron por un momento sin decirse una palabra.

Después se echaron a llorar, volvieron a poner al abuelo a la mesa; y desde entonces comió siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.


viernes, 22 de abril de 2016

LA SIRENA DEL BOSQUE



El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la escuchan, quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para oírla.

Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.

miércoles, 20 de abril de 2016

LAS PUERTAS DEL CIELO



El tío Paciencia era un pobre zapatero que vivía y trabajaba en un portal de Madrid. Cuando era aprendiz asistía un día a una conversación entre su maestro y un parroquiano, en la cual éste mantenía que todos los hombres eran iguales. Después de pensar largo rato el aprendiz, al fin preguntó al maestro, si era verdad lo que había oído decir.

—No lo creas,—repuso éste.—Sólo en el cielo son iguales los hombres.

Se acordaba de esta máxima toda su vida, consolándose de sus penas y privaciones con la esperanza de ir al cielo y gozar allá de la igualdad que nunca encontraba en la tierra. En toda adversidad solía decir:—Paciencia, en el cielo seremos todos iguales.—A esto se debía el apodo con que era conocido, y todos ignoraban su verdadero nombre.

En el piso principal de la casa, cuyo portal ocupaba el pobre zapatero, vivía un marqués muy rico, bueno y caritativo. Cada vez que este señor salía en coche de cuatro caballos decía para sí el tío Paciencia:

—Cuando encuentre a vuecencia en el cielo, le diré: 'Amiguito, aquí todos somos iguales'. Pero no era sólo el marqués el que le hacía sentir que en la tierra no fuesen iguales todos los hombres, pues hasta sus amigos más íntimos pretendían diferenciarse de él. Estos amigos eran el tío Mamerto y el tío Macario.

Mamerto tenía una afición bárbara por los toros; y una vez, cuando se estableció una escuela de tauromaquia, estuvo a punto de ser nombrado profesor. Este precedente le hacía considerarse superior al tío Paciencia, quien reconocía esta superioridad y se consolaba con la máxima sabida. Macario era muy feo; pero, no obstante, se había casado con una muchacha muy guapa. Por razones que ignoramos había salido muy mal este matrimonio, y cuando al cabo de veinte años de peloteras murió la mujer, el buen hombre se quedó como en la gloria. Pero poco tiempo después se encalabrinó con otra muchacha muy linda también, y se casó otra vez a pesar de las protestas del tío Paciencia, que consideraba esto una enorme tontería. Como el tío Paciencia nunca había conseguido que las mujeres le amasen, mientras habían amado a pares al tío Macario, éste creía tener cierta superioridad sobre su amigo. El tío Paciencia la reconocía y se consolaba con la máxima que ya sabemos. Un día cuando llovía a cántaros Mamerto quiso asistir a una corrida de toros. El tío Paciencia trató de quitárselo de la cabeza, pero en vano. Al volver a casa Mamerto fue obligado a meterse a la cama a causa de un tabardillo, que al día siguiente se lo llevó al otro mundo. Aquel mismo día estaba muy malo el tío Macario de resultas de un sofocón que le había aplicado su mujer. Gracias al tratamiento de su segunda mujer el pobre hombre no podía resistir grandes sustos, y la inesperada noticia de la muerte de su amigo le causó tal sobresalto que expiró casi al instante.

Extrañando que en todo el día no hubiese visto a sus dos amigos el tío Paciencia al anochecer fue a buscarlos. La terrible noticia de la muerte de los dos fue para él como un escopetazo, y aquella misma noche se fue, tras sus amigos tomando el camino del otro mundo.

A la mañana siguiente el ayuda de cámara del marqués entró con el chocolate, y tuvo la imprudencia de decir a éste que el zapatero del portal había muerto al saber que habían espirado casi de repente dos amigos suyos. Como el marqués era un señor muy aprensivo, y como por aquellos días se temía que hubiese cólera en Madrid, se asustó tanto que pocas horas después era cadáver, con gran sentimiento de los pobres del barrio.

El tío Paciencia emprendió el camino del cielo muy contento con la esperanza de gozar eternamente de la gloria, de vivir en el mundo donde todos los hombres eran iguales, de encontrar allí a sus queridos amigos Mamerto y Macario, y de esperar la llegada del marqués para tener con él la anhelada conversación que ya se había repetido para sí mil veces durante su vida. En cuanto a Mamerto no dejaba de tener unas dudillas, porque se acordó de que éste durante la vida había dicho más de una vez:—Por una corrida de toros dejo yo la gloria eterna.

Fue interrumpido en estas reflexiones el tío Paciencia viendo venir del cielo un hombre que daba muestras de la mayor desesperación. Se detuvo pasmado al reconocer a su amigo.

—¿Qué te pasa, hombre?—preguntó al tío Mamerto.

—¿Qué diablo me ha de pasar? Me han cerrado para siempre las puertas del cielo.

—Pero ¿cómo ha sido eso, hombre? Habrá sido por tu pícara afición a los toros.

—Algo ha habido de eso. Escucha. Llegué a la portería del cielo y encontré allí un gran número de personas que aguardaban para entregar el pasaporte para el otro mundo. El portero que revisaba los papeles gastaba mucho tiempo con preguntas y respuestas antes de permitir la entrada. Al oír que rehusó la entrada a un pobre diablo por haber sido demasiado aficionado a los toros, comprendí que ya no había esperanza para mí. Entonces me mezclé entre la gente, aguardando una ocasión para colarme dentro sin que me viera el portero. A los pocos momentos da éste una media vuelta, y ¡zas! me cuelo en el cielo. Daba yo ya las gracias a Dios por haberlo hecho, porque dentro estaba uno como en la gloria. De repente le da la gana al portero de contar los que estaban en la portería, y nota que le falta uno.

—Uno me falta,—grita hecho un solimán.

—Y apuesto una oreja a que es ese madrileño.—Entonces veo que llama a unos músicos que había alrededor de Santa Cecilia, y ellos pasan a la portería. Algunos minutos más tarde oigo que tocan "salida de toros", y yo, bruto de mí, olvidando todo y creyendo que hay corrida de toros en la portería, salgo como una saeta a verla. El portero, soltando la carcajada, me dió con la puerta en los hocicos, diciéndome:—Vaya Vd. al infierno, que afición a los toros como la de Vd. no tiene perdón de Dios.

Ambos continuaron su camino; el tío Paciencia el del cielo, que era cuesta arriba, y el tío Mamerto el del infierno, que era cuesta abajo.

No había andado largo rato cuando tropezó con el tío Macario, que venía también del cielo y marchaba con la cabeza baja. Los dos amigos se abrazaron conmovidos.

—¿Tú por aquí, Paciencia?—dijo el tío Macario.—¿Adónde vas?

—¿Adonde he de ir? Al cielo.

—Difícil será que entres.

—¿Porqué?

—Porque es muy difícil entrar allí.

—¿Y cuál es la dificultad?

—Escucha, y verás. Llegamos otro y yo a la puerta, llamamos, y sale el portero.—¿Qué quieren ustedes.? nos pregunta.—¿Qué hemos de querer sino entrar?—contestamos.—¿Es usted. casado o soltero?—pregunta el portero a mi camarada.—Casado, contesta él.—Pues pase usted., que basta ya esta penitencia para ganar el cielo, por gordos que sean los pecados que se hayan cometido.—Estuve yo para colarme dentro detrás de mi compañero, pero el portero, deteniéndome por la oreja, me pregunta:—¿Es usted. casado o soltero?—Casado, dos veces.—¿Dos veces?—Sí, señor, dos veces.—Pues vaya usted. al limbo, que en el cielo no entran tontos como usted.

Cada uno seguía su camino. Al fin el tío Paciencia divisó las puertas del cielo, y se estremeció de alegría, considerando que estaba ya a medio kilómetro del mundo donde todos los hombres eran iguales. Cuando llegó a la portería vió que no había en ella un alma. Fue a la puerta y dió un aldabazo muy moderado. Apareció en un ventanillo al lado de la puerta el portero que preguntó:—¿Qué quiere Vd.?

—Buenos días, señor—contestó el tío Paciencia con la mayor humildad, quitándose el sombrero—quisiera entrar en el cielo, donde, según he oído decir, todos los hombres son iguales.

—Siéntese Vd. en ese banco, y espere a que venga más gente. No vale la pena el abrir esta pesada puerta por un solo individuo.

El portero cerró el ventanillo, y el tío Paciencia se sentó en el banco. No estuvo allí mucho tiempo cuando oyó un escandaloso aldabazo. Dirigiendo los ojos en la dirección del ruido Paciencia reconoció a su vecino, el marqués. Al mismo tiempo se oyó desde adentro el portero que gritó con voz de trueno:—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién es este bárbaro que está derribando la puerta?

—El excelentísimo señor marqués de la Pelusilla, grande de España de primera clase, caballero de las órdenes de Alcántara, de Calatrava, de Montesa y de la Toisón, miembro de la cofradía del cordón de San Francisco, senador del reino, etc., etc.

Al oír esto el portero abrió de par en par la puerta, quebrándose el espinazo a fuerza de reverencias y exclamando:—Ilustrísima vuecelencia, tenga Vd. la bondad de perdonarme si le he hecho esperar un poco, que yo ignoraba que era Vd. Ya hemos recibido noticia de la llegada de su excelencia. Pase, vuecelencia, señor marqués, y verá que todo se ha preparado para el recibimiento del caballero más ilustre, piadoso, distinguido y rico de España.

En el centro del cielo se veía la orquesta celeste de ángeles bajo la dirección del arcángel Gabriel. Detrás de ellos estaba colocado un coro de vírgenes todas vestidas de blanco y con coronas de flores. Al lado izquierdo se hallaba un órgano teniendo cañones de oro, delante del cual estaba sentada la Santa Cecilia. Al lado derecho estaba el rey David con un arpa de oro. En una plataforma estaban los célebres músicos que habían destrozado las murallas de Jericó, hace ya muchos Siglos.

Al primer paso que dió el marqués entonaron éstos una fanfarria que demostraba claramente que no había desmejorado su arte. Casi al mismo instante, luego que el marqués hubo atravesado el umbral, fue cerrada la puerta, y el pobre tío Paciencia no pudo ver nada más. Pero oía armonías tales como jamás había oído en la tierra.

El tío Paciencia se quedó en su banco cavilando y ponderando todo lo que acababa de ver y oír.—¡Zapatazos!—dijo para sí.—He pasado toda mi vida sufriendo con santa paciencia todos los trabajos y humillaciones de la tierra, creyendo que en el cielo todos los hombres serían iguales. ¿Y qué me sucede? Aquí, a la puerta del cielo he de presenciar la prueba más irritante de desigualdad.

La abierta del ventanillo sacó al tío Paciencia de sus cavilaciones.—¡Calla!—exclamó el portero, reparando en el tío Paciencia.—¿Qué hace usted. ahí, hombre?

—Señor,—contestó humildemente éste,—estaba esperando...

—¿Porqué no ha llamado usted., santo varón?

—Ya ve usted., como uno es un pobre zapatero...

—¡Qué habla usted. de pobre zapatero, hombre! En el cielo todos los hombres son iguales.

—¿De veras?—exclamó el tío Paciencia, dando un salto de alegría.

—Y muy de veras. Categorías, clases, grados, órdenes, todo eso se queda para la tierra. Pase usted. adentro.

El portero abrió, no toda la puerta como cuando entró el marqués, sino lo justo para que pudiera entrar un hombre. Entró el tío Paciencia, y se detuvo sorprendido. No había ni orquesta ni coro ni músicos. El portero, que adivinó la causa de esta penosa extrañeza, se apresuró a desvanecerla.

—¿Qué es eso, hombre, que se ha quedado usted. como imagen de piedra?

—¿No me ha dicho usted. que en el cielo todos los hombres son iguales?

—Sí, señor, y he dicho la verdad.

—Y entonces, como el marqués...

—¡Hombre! no hable Vd. disparates. ¿No ha leído Vd. en la Sagrada Escritura que más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el cielo? Zapateros, sastres, herreros, labradores, mendigos, majaderos, tunantes, éstos llegan aquí a todas horas, y no tenemos por novedad su llegada. Pero se pasan siglos enteros sin que veamos a un señor como el que ha llegado hoy. En tal caso es preciso que echemos la casa por la ventana.

martes, 19 de abril de 2016

EL PATITO FEO



¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo.

Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.

-¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.

-¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.

-¿Creen acaso que esto es el mundo entero? -preguntó la pata-. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos -agregó, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.

Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.

-¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? -preguntó una pata vieja que venía de visita.

-Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?

-Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…

-Creo que me quedaré sobre él un ratito aún -dijo la pata-. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.

-Como quieras -dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.

Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:

-¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.

-¡Cuac, cuac! -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.

-No es un pavo, por cierto -dijo la pata-. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.

-¡Vean! ¡Así anda el mundo! -dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella le entusiasmaban las cabezas de anguila-. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!

Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:

-¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.

Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.

-¡Déjenlo tranquilo! -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie.

-Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado-, que no quedará más remedio que apachurrarlo.

-¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.

-Eso ni pensarlo, señora -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.

Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.

-De todos modos, es macho y no importa tanto -añadió-, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.

-Estos otros patitos son encantadores -dijo la vieja pata-. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.

Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.

-¡Qué feo es! -decían.

Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.

Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:

-¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!

Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.

Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.

“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.

A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.

-¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.

-¡Eres más feo que un espantapájaros! -dijeron los patos salvajes-. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.

Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.

-Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.

-¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!

El patito dio un suspiro de alivio.

-Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme -se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.

Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.

Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernas cortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.

Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.

-Pero, ¿qué pasa? -preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido-. ¡Qué suerte! -dijo-. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.

Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.

-¿Puedes poner huevos? -le preguntó.

-No.

-Pues entonces, ¡cállate!

Y el gato le preguntó:

-¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?

-No.

-Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que -¡no pudo evitarlo!- fue y se lo contó a la gallina.

-¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.

-¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!

-Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?

-No me comprendes -dijo el patito.

-Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.

-Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito.

-Sí, vete -dijo la gallina.

Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.

Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!

¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.

Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metiose de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzose de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.

Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.

-¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo-. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.

Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.

-¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!

Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.

En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:

-¡Ahí va un nuevo cisne!

Y los otros niños corearon con gritos de alegría:

-¡Sí, hay un cisne nuevo!

Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:

-¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!

Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:

-Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.