lunes, 31 de octubre de 2016

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO



Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: 

-El amigo se murió. 

-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar. 

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre. 

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche.
Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». 

Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: 

«Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido»

Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto. .

viernes, 28 de octubre de 2016

COLÁS EL CHICO Y COLÁS EL GRANDE



Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo.

Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera. 

Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo. 

¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!» 

-No debes decir esto -reprendióle Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo. 

Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!». 

-Te lo advierto por última vez -dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado. 

-Te prometo que no volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!». 

-¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de Colás el Chico, y lo mató. 

-¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar.

Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metiola en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía.

La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche. 

A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta. 

Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos. 

-Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera ­dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices. 

Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja. 

-Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña. 

Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior. 

En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito. 

«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios! 

Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba. 

El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. 

-¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete. 

-¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor. 

Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche. 

-No faltaba más -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.

La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno. 
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido. 

-¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero. 

-¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa. - Nada, es un brujo

-respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno. 

-¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo. 

-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino. 

Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno.

La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco! 

-¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre. 

-¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas. 

-No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es? 

-Pues se parece mucho a un sacristán. 

-¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. 

Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado... 

-Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la oreja. 

-¿Qué dice? 

-Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse. 

-Ayúdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo. 

El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior. 

-¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso! 

Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo. 

-Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero. 

-No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo. 

-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando. 

-Bueno -avínose al fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante. 

-La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!.

Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca. 

-¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán. 

Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán: 

-¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. 

Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río. 

-¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero. 

-¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue! 

-¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero. 

-Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno. 

«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación. 

«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».

miércoles, 26 de octubre de 2016

EL SUICIDA



Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. 

Después bebió el veneno y se acostó. 

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno. 

¡Estaba tan seguro! 

Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría.
Entonces disparó su revólver contra la sien. 

¿Qué broma era ésa? 

Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien. 

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su licitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada. 

sábado, 8 de octubre de 2016

EL PESCADOR Y EL ALMA



Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua. 
Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos. 

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo: 

—-O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar. 

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua. 

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida. 

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos. 

Tan bella era aquella sirenita que cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de maravilla, alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la sirenita gritó como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con sus ojos de amatista llenos de terror, esforzándose en un vano intento de escapar. Él la sujetó poderosamente abrazada, sin dejarla escapar. Cuando la sirenita comprendió que no había forma de huir se puso a llorar y dijo: 

—-Te suplico que me dejes en libertad. Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive solo. 

Pero el joven Pescador respondió: 

—-No te soltaré hasta que me prometas que cada vez que te llame obedecerás mi llamada, y cantarás para mí. A los peces les fascina el oír las canciones del pueblo del mar, y así mis redes estarán siempre llenas. 

—-¿Juras que me soltarás si te hago esa promesa? —preguntó la sirena. 

—-Juro que te soltaré —respondió el joven Pescador. 

Ella hizo entonces la promesa pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar. Él abrió los brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño temblor. 

Todas las tardes el joven Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza. 

Cantaba una canción maravillosa. 

Cantaba sobre los hijos del Mar que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas verdes y pechos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas cuando pasa el Rey; cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar, y su techo es de claras esmeraldas, y el pavimento está formado de resplandecientes perlas; y cantaba sobre los jardines del Mar, donde los grandes abanicos de coral se balancean todo el día, y los peces nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se cogen a las rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas. Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con sus barbas cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de las sirenas, que cantan tales maravillas, que los mercaderes deben taparse con cera los oídos, por temor, al escucharlas, de saltar al agua y ahogarse; cantaba sobre las naves hundidas, con sus altos mástiles y sus marineros aferrados aún a las jarcias, y de las caballas entrando y saliendo por los huecos abiertos en el casco; cantaba sobre las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque adheridas a la quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y cantaba de las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al Nautilus, que tiene un barquito tallado en ópalo y se gobierna con una vela de plata; cantaba a los grandes leones marinos, con sus colmillos curvos, y a los hipocampos, de crines flotantes y graciosos cuerpos de carey rojo y cabriolante. 

Mientras la sirenita cantaba, los atunes subían de las profundidades para oíra, y el joven Pescador lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón a los más grandes. Y cuando tenía su barca bien cargada, la sirena le sonreía y se sumergía nuevamente hacia el reino de su padre. 

Sin embargo, ella nunca se le acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla. Muchas veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y cuando trataba de capturarla, ella se zambullía en el mar con la grácil rapidez de una foca, y ya no volvía a verla en todo el día. Y cada día el sonido de su voz era más dulce. Tan dulce era la voz de la sirena que a veces el pescador olvidaba sus redes. Esas tardes pasaban en cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos de oro elástico, sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón descansaba ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de maravilla, se quedaba muy quieto en la barca, escuchando, escuchando, hasta que la niebla llegaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna tenía de plata su cuerpo de bronce. 
Y una tarde llamó a la sirena y le dijo: 

—-Sirenita, sirenita, yo te quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti. 

Pero la sirena negó moviendo tristemente la cabeza, mientras decía: 

—- Tienes un alma humana. Sólo podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma. 

Entonces el joven pescador se dijo: 

—- ¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco.
La despediré, y podré ser feliz. 

Y de sus labios surgió un grito de alegría, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la sirena, y le dijo: 

—- Expulsaré a mi alma, y entonces seremos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del mar, y me mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que quieras, y ya nunca podrán separarse nuestras vidas. 

Y la sirenita rió alegremente, escondiendo el rostro entre las manos. 

—- Pero ¿cómo podré desprenderme de mi alma? —preguntó el pescador—.

Dime qué debo hacer y lo haré ahora mismo. 

—- ¡Ay! —repuso la sirenita—. ¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma. 

Lo miró con sus ojos ardientes y se hundió en lo profundo. 

Al día siguiente, muy temprano, cuando el sol todavía no se alzaba un palmo por sobre la colina, el joven pescador se dirigió a la casa del cura, y llamó tres veces a la puerta. 

El novicio se asomó por el postigo y cuando vio de quien se trataba, descorrió el cerrojo y le dijo: 

—- Entra. 

El joven entró, se arrodilló sobre la estera de juncos del suelo, y dijo al cura, que leía el Libro Santo: 

—- Padre, estoy enamorado de una hija del Mar, y mi alma impide que consiga mi deseo. 

Dime por favor, qué es lo que debo hacer para librarme de mi alma, porque no la necesito: 

¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. 

—- ¡Oh, mi muchacho, estás loco o has comido quizás algún hongo venenoso! El alma es lo más noble que hay en el hombre, y nos fue dada por Dios para que la usemos noblemente. Nada hay tan precioso como el alma humana, ni cosa terrestre alguna que pueda comparársele. Vale todo el oro del mundo, y es más preciosa que los rubíes de los reyes. Hijo mío, no pienses más en algo así, porque incluso tal pensamiento es un pecado mortal. Los hijos del Mar, ellos están perdidos, y los que tienen comercio con ellos, lo están también. Son como las bestias del campo, que no distinguen el bien del mal. ¡Por ellos no murió nuestro Señor Jesucristo! 

Al escuchar las amargas palabras del cura, al joven Pescador se le llenaron de lágrimas los ojos; se levantó y repuso: 

—- Padre, los faunos viven en la selva, y viven contentos; y los tritones vienen a descansar sobre las rocas del acantilado, con sus arpas doradas. Déjame ser como ellos, te lo ruego, porque sus días son como los días de las flores. Y en cuanto a mi alma, dime tú, ¿de qué me sirve si se interpone entre yo y el ser que amo? 

—- El amor del cuerpo es ruin —exclamó el cura, frunciendo el ceño—, y los seres paganos que Dios permite que vaguen por el mundo, también son ruines y maléficos. ¡Malditos los faunos del bosque, y malditos los cantores del Mar! Los he oído a veces en las noches, e intentan distraerme de mi rosario. Llaman a mi ventana levemente, y ríen, y me susurran al oído el cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen con sus proposiciones y cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que están perdidos, están perdidos!... Para ellos no hay cielo ni infierno y en ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor. 

—- Padre —replicó el joven Pescador—, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis redes a la hija de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella de la mañana y más blanca que la luna. Yo daré mi alma por su cuerpo y renunciaré al cielo por su amor. Contesta mi pregunta y déjame ir en paz. 

—- ¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el cura—. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella! 
Y lo expulsó de la casa parroquial sin darle la bendición. 

El joven Pescador se dirigió al mercado; caminando lentamente, con la cabeza baja, sumido en una tristeza insondable. 

Cuando lo vieron los mercaderes, cuchichearon entre ellos, y uno se adelanto.

Después de llamarlo por su nombre, le preguntó: 

—- ¿Qué vendes, pescador? 

—- Vendo mi alma —contesto el joven Pescador—. Te ruego que me la compres, porque estoy cansado con ella. ¿De qué sirve mi alma? No puedo verla. No pudo tocarla. No la conozco. 

Entonces los mercaderes se burlaron de él: 

—- Pero dinos, muchacho, ¿de qué nos serviría el alma de un hombre? No vale ni una mala moneda de cobre. Si quieres te podemos comprar tu cuerpo como esclavo, y te vestiremos de rojo y te pondremos un anillo en el dedo y podrás ser el favorito de la gran Reina. Pero no nos hables de tu alma porque a nosotros tampoco nos sirve para nada, ni tiene valor alguno. 

El joven Pescador pensó: 

—- ¡Qué cosa rara! El cura dice que el alma vale todo el oro del mundo, pero los mercaderes aseguran que no vale ni una mala moneda de cobre.

Salió del mercado, y se encaminó hacia la playa donde se puso a meditar sobre qué debería hacer. 

Al mediodía, el Pescador recordó que cierta vez uno de sus compañeros le había hablado de una bruja joven que vivía en una caverna al extremo de la bahía, y que era muy sabia en brujerías. De inmediato echó a correr en dirección a la caverna. Tan veloz que una nube de polvo le seguía al correr por la arena de la playa.

La joven bruja adivinó la llegada del Pescador por una picazón que sintió en la palma de la mano; se soltó entonces la roja cabellera y se puso a reír. Se quedó de pie a la entrada de la caverna, teniendo en la mano una rama de cicuta florida. 

—- ¿Qué necesitas? —gritó cuando el Pescador subía jadeando por el acantilado—. ¿Quieres peces para tus redes cuando el viento sopla en contra? Si es eso, tengo un caramillo que cuando se sopla en él, el mújol se mete a la bahía. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? ¿Quieres una tormenta que haga naufragar los barcos y arrastre a la costa baúles llenos de tesoros? Tengo más huracanes que el tiempo, porque mi amo es más fuerte que el tiempo, y con un cedazo y un cubo de agua puedo enviar las grandes carabelas al fondo del mar. Pero también tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio.

¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el valle y que yo sólo conozco. Tiene las hojas púrpura, y una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocas los labios desdeñosos de la gran Reina con esta flor, ella te seguirá a través del mundo entero. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? Puedo machacar un sapo en el mortero y hacer un caldo, removiéndolo con la mano de un muerto. Si mojas con ese caldo a tu enemigo mientras duerme, se convertirá en una víbora negra, y lo matará su propia madre. Con ayuda de una rueda puedo hacer bajar a la luna del cielo, y en un cristal puedo mostrarte la Muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y yo te lo concederé. Pero me tendrás que pagar su precio, hermoso joven, me tendrás que pagar su precio. 

—Mi deseo es poca cosa —contestó el joven Pescador—, sin embargo el cura se enojó conmigo y me arrojó de su casa. Es poca cosa, pero los mercaderes se burlaron de mí y me lo negaron. Por eso vengo a conversar contigo, a pesar que los hombres dicen que eres mala; y sea cual sea tu precio, te lo pagaré. 

—- ¿Qué necesitas? —preguntó la bruja, acercándosele. 

—- Quiero desprenderme de mi alma —contesto— el joven Pescador. 

La bruja palideció y, con un estremecimiento, escondió su rostro en el manto azul. 

—- Hermoso joven, hermoso joven —murmuró—, esa es una cosa terrible. 

Pero él sacudió sus rizos oscuros y se echó a reír. 

—- ¿De qué me sirve mi alma? —dijo—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco. 

—- ¿Qué me darás si te lo digo? —preguntó la bruja mirándolo con sus hermosos ojos. 

—- Tengo cinco monedas de oro para darte —contesto él—, y también mis redes, y la choza de cañas en que vivo, y la barca en que navego. Dime solamente lo que debo hacer para desprenderme de mi alma, y te daré todo lo que tengo.

Ella se rió burlonamente, lo rozó con la rama de cicuta, y le dijo: 

—- Si yo lo desease, podría convertir en oro las hojas del otoño, y tejer hebras de plata con los rayos de la luna. Mi amo es más rico que todos los reyes de este mundo, y gobierna en todos los dominios de la tierra. 

—- ¿Qué te daré entonces —dijo él—, si no esperas recibir oro ni plata?
La joven bruja le acarició los cabellos con su mano blanca y fina y sonriendo, murmuró: 

—- Tendrás que bailar conmigo, hermoso joven. 

—- ¿Sólo bailar contigo? —exclamó el Pescador maravillado. 

—- Nada más —contesto ella— sonriendo de nuevo. 

—- En cuanto se ponga el sol, bailaremos juntos donde nadie nos vea, o donde quieras que lo hagamos —dijo él— y después de bailar me dirás lo que quiero saber. 

Ella agitó la cabeza murmurando: 

—- Cuando salga la luna, cuando salga la luna. 

Luego observó atentamente alrededor, y atentamente escuchó. Un pájaro azul salió chillando de su nido y se puso a describir círculos sobre las dunas; y tres pájaros pardos bostezaron en medio de la hierba verde y áspera silbándose entre sí. No se oía más que el susurro de las olas arrastrando las piedras pulidas de la playa. Entonces la bruja extendió su mano, atrajo hacia sí al joven pescador y le acercó los labios al oído: 

—- Esta noche habrás de venir a la cumbre de las colinas —susurró—. Es sábado y estará Él. 

El joven Pescador se estremeció. Ella reía, mostrando sus dientes blancos. 

—- ¿Quién va a estar allí? —preguntó. 

—- Eso no debe importarte —repuso ella—. Ven esta noche y espérame a la sombra del espino blanco... si un perro negro te acomete, golpéalo con una rama de sauce y huirá. Y si te habla un búho, no le respondas. Cuando la luna esté en el cenit iré a buscarte y bailaremos juntos sobre la hierba. 

—- Pero, ¿Juras decirme qué debo hacer para desprenderme de mi alma? —- preguntó el joven Pescador. 

Ella se puso al sol y el viento agitó sus cabellos rojos. 

—- Te lo juro por las pezuñas del macho cabrío —prometió. 

—- Eres la mejor de las brujas —exclamó el Pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cumbre de las colinas... Hubiera preferido que me pidieras oro o plata, pero de todos modos el precio me conviene... es poca cosa. 

Se quitó la gorra, hizo una profunda reverencia ante la mujer, y bajó corriendo de regreso al pueblo, ebrio de alegría. 

La joven bruja lo miró hasta que el Pescador se perdió de vista. Volvió entonces a su gruta, sacó un espejo de un cofre de cedro labrado, y lo puso en un marco.
Luego, sobre unas brasas, quemó delante del espejo un puñado de verbena, y miró atentamente a través de las espirales de humo. Después de unos instantes cerró los puños iracunda: 

—- Debería haber sido mío —murmuró—, soy tan hermosa como ella. 

Esa noche, al salir la luna, el joven Pescador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas del espino blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como una rodela de plata bruñida, y la sombra de las barcas de pesca moteaba la bahía de signos que resbalaban por la luz. Un gran búho, de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por su nombre... pero él no respondió. Y un perro negro lo persiguió gruñendo... él lo golpeó con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros. 

Las brujas llegaron a medianoche, volando por el aire como murciélagos. 

—- ¡Whee-ho! —gritaban al tocar tierra—. Aquí hay uno a quien no conocemos.
Olfateaban alrededor, charlaban entre ellas, y se hacían signos. 

La joven Bruja, con su roja cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de tisú de oro, bordado con ojos de pavos reales, y un pequeño birrete de terciopelo verde en la cabeza. 

—- ¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas cuando la vieron.

Pero ella no hizo más que reír, corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano al Pescador y llevándolo a la luz de la luna comenzaron a bailar. Pronto todos estaban bailando. 

Giraban juntos vertiginosamente, dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba tan alto que el Pescador podía ver los tacos escarlata de sus zapatillas.

Entonces, por encima del tumulto de los bailarines, se escuchó galopar un caballo, pero no se veía caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo. 

—- ¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba su aliento cálido en el rostro. 

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del Pescador, y la cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado por el terror, como si lo estuviera observando un ser maléfico. Al fin advirtió que al pie de una roca, había una sombra que recién no estaba allí. 

Era un hombre vestido de terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y sus labios eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra la roca, como si estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba distraída con el pomo de la daga que pendía del cinturón. A su lado, sobre la hierba, había un sombrero emplumado y unos guantes de montar bordados con hilos de oro. Sus manos blancas estaban cubiertas de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro izquierdo. El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados cansados. 

El joven Pescador no podía apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un sortilegio. Al fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle dondequiera que los llevara la danza. Entonces escuchó reír a la Bruja, y tomándola de la cintura giraron y giraron locamente. 

De pronto, un perro ladró en el bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subiendo de a dos en dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se dibujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto, y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador. 

—- ¡Ven, adorémoslo! —murmuró la Bruja tironeándolo hacia arriba.

El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el Nombre Santo. 
Al instante, las brujas emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro pálido que había estado mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió al bosque y silbó. Un corcel con arreos de plata corrió a su encuentro. El hombre saltó sobre la silla, se volvió, y miró tristemente, por última vez, al joven Pescador. 

La Bruja de cabellos rojos también trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente por las muñecas. 

—¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nombrarse, y has hecho el signo que no debe verse! 

—- ¡No! —replicó él—. No te dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto. 

—-¿Qué secreto? —preguntó ella forcejeando como un gato montés y mordiéndose los labios, blancos de espuma. 

—-¡Lo sabes muy bien! —dijo el joven. 

Los ojos de la bruja, verdes como el pasto, centellearon de lágrimas, diciendo:

—- ¡Pídeme lo que quieras, menos eso! 

Pero él se echó a reír, y la sujetó con más fuerza. 

Y cuando ella vio que no podía escapar, le susurró al oído: 

—- ¿No te parece que soy tan bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo las aguas azules? 

Y lo miraba cariñosamente, acercando su rostro al del joven.

Pero el Pescador la rechazó frunciendo el ceño, mientras decía: 

—- Si no cumples la promesa que me hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa. 

Ella palideció, tomando el color gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estremeciéndose le señaló: 

—- Será como quieres. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje.

Y se descolgó del cinturón un cuchillito, con mango de piel de víbora verde, para entregárselo. En la hoja centelleaban misteriosas runas. 

—- ¿Y para qué me va a servir esto? —preguntó el Pescador sorprendido.

Ella calló todavía por un instante y una sombra de terror le pasó por el rostro. Luego sonrió extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó: 

—- Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo corta, desde tus pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo. 

El joven Pescador se estremeció de placer. 

—- ¿Es verdad lo que me dices? —murmuró. 

—- Es cierto, y quisiera no habértelo dicho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas. 

Pero el Pescador la rechazó de nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el cuchillo en el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició el descenso. 

Y su alma, que estaba dentro de él y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada: 

—- Escucha, he vivido contigo todos estos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes ahora... ¿qué mal te he hecho? 

Y el joven Pescador se puso a reír: 

—- No me has hecho ningún daño pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos.

Ve donde se te ocurra, pero no me importunes, porque mi amor me está llamando. 

El alma suplicó, plañidera, pero el Pescador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan seguro de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta junto al mar. 

Recio y bronceado, como una estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas a la luna; y, de la espuma, surgieron, llamándolo, unos brazos blancos, y de las olas se levantaron formas indecisas, rindiéndole homenaje.

Delante suyo, yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna color miel. 

Su alma todavía le dijo: 

—- Si realmente quieres echarme, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para llevarlo conmigo. 

Pero el Pescador, moviendo la cabeza, sonrió: 

—- ¿Cómo voy a amar a mi amor si te doy mi corazón? 

—- Sé generoso —insistió el alma —, dame tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo. 

—- Mi corazón es de mi amor —dijo él—. No seas porfiada y vete. 

—- ¿Y no podré amar yo también? —preguntó su alma. 

—- ¡Ándate, te digo, yo no te necesito para nada! 

Y tomó el cuchillo con mango de piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus pies. Y la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era exactamente igual a él. 

Dando un paso atrás, el pescador se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un temor que entraba a las honduras de su ser. 

—- ¡Ahora vete! —murmuro—. ¡Que no vuelva yo a ver tu rostro! 

—- No —dijo el alma—. Es necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y aflautada, y sus labios apenas se movían al hablar. 

—- ¿Cómo nos encontraremos? —dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las profundidades del mar? 

—- Todos los años vendré una vez a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—Tal vez me necesites. 

—- ¿Para qué te habría de necesitar? —protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que quieras. 

Y se sumergió en el agua. Y los tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo, y lo abrazó besándole en los labios. 

Y el alma, de pie en la playa solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando a través de las marismas. 

Cuando transcurrió un año, el alma vino a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Él subió de las profundidades, y la interrogó en tono fastidiado: 

—¿Por qué me llamaste? 

Y el alma respondió: 

—Acércate más, para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas. 

El Pescador se acercó a la orilla, se tendió sobre el agua, y escuchó con la cabeza apoyada en la mano. 

Y el alma le refirió: 

—Cuando nos separamos miré hacia el Oriente, y caminé hacia allá, pues del Oriente viene toda la sabiduría. Estuve caminando seis días, y al amanecer del séptimo, llegue a una colina que se encuentra en el país de los Tártaros. Tuve que sentarme a la sombra de un tamarindo, porque el país era seco y el calor me abrasaba. La gente iba y venía, como moscas arrastrándose por una bandeja de cobre bruñido. Al mediodía se levantó una nube de polvo, y apenas la divisaron los tártaros prepararon sus arcos saltaron sobres sus caballos, y galoparon hacia ella. Las mujeres subieron chillando a los carros, y se escondieron tras las cortinas de fieltro. 

“Los tártaros volvieron al caer la tarde; faltaban cinco de ellos, y muchos de los que volvían estaban heridos. Subieron a los carros y se alejaron velozmente. Cuando salió la luna, vi los fuegos de un campamento y me dirigí hacia allá. Era una caravana de mercaderes, sentados en sus alfombras alrededor de una fogata. 

“Al acercarme, su jefe se levantó, y desenvainando la espada, me preguntó qué quería. 

“Repuse que en mi país yo era un príncipe, y que había huido de los tártaros que me llevaban prisionero. El jefe sonrió mostrándome cinco cabezas clavadas en varas de bambú. 

“Luego me preguntó quien era el profeta de Dios, y yo le dije que Muhammad. 

"Al oírme pronunciar el nombre del falso profeta, me tomó de la mano y me hizo sentar a su lado. Un negro me trajo leche de yegua y un trozo de cordero asado. 

"Continuamos el viaje a la salida del sol. Yo cabalgaba en un camello al lado del jefe, y un esclavo corría delante de nosotros agitando una lanza. Nos seguían los hombres de armas, desplegados a uno y otro lado, y detrás las mulas con las mercancías. 

“Mucho cabalgamos. Del país de los tártaros pasamos al país de los que odian a la Luna, donde vimos los grifos custodiando su oro sobre rocas blancas, y los dragones cubiertos de escamas durmiendo en sus cavernas. Cuando cruzamos las montañas, conteníamos el aliento por miedo a que las nieves cayeran encima de nosotros. Al pasar por los valles, los pigmeos nos lanzaron flechas desde los huecos de los árboles, y durante la noche escuchamos los tambores de los salvajes. Cuando llegamos a la Torre de los Monos, les ofrecimos fruta, y no nos hicieron daño. Cuando alcanzamos la Torre de las Serpientes, les ofrecimos leche tibia, y nos dejaron pasar mirándonos con sus ojos inescrutables. 

"Los señores de cada ciudad nos exigían tributos de paso, pero no nos abrían sus puertas. Nos arrojaban pan, pastelillos de harina cocidos en miel, y pasteles de cebada rellenos con dátiles, desde lo alto de sus muros. 

"Cuando los habitantes de las aldeas nos veían acercar, envenenaban sus pozos y escapaban a la cumbre de los cerros. Luchamos con los magdenses, que nacen viejos y se rejuvenecen año tras año hasta que mueren niños; y con los lactros, que se dicen hijos de los tigres y se pintan de negro y amarillo; y con los aurantes, que sepultan a sus muertos en los árboles, y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol, que es su dios, les quite la vida. 

"Un tercio de nuestra caravana murió peleando, y un tercio pereció de hambre. El resto murmuraba en contra mía, diciendo que les había traído la mala suerte. Entonces tomé una víbora de debajo de una piedra y la dejé que me mordiera. Cuando vieron que no me pasaba nada, sintieron temor pero no me amaron.

"Tras cuatro meses de viaje agobiador, llegamos a la ciudad de Illiel. Era de noche, y al amanecer llamamos a sus inmensas puertas. Los centinelas preguntaron qué queríamos, y nosotros respondimos que veníamos de la isla de Siria con gran cantidad de mercancías. Ellos nos dijeron que abrirían las puertas al mediodía. 

"Y así lo hicieron; abrieron las puertas cuando el sol estaba en el cenit y apenas entramos acudió la gente para vernos, y un pregonero recorrió la ciudad. Nos detuvimos en el mercado, donde los mercaderes mostraron los lienzos encerados del Egipto, y las telas pintadas de los Etíopes, y las esponjas purpúreas de Tiro y los tapices azules de Sidón. 

“El primer día vinieron a comprar los sacerdotes, al segundo los nobles, y al tercero los artesanos y los esclavos. 

"Permanecimos allí toda una luna hasta que, hastiado, me puse a vagar por las calles de la ciudad. Así llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes vestidos de amarillo, paseaban silenciosos entre los árboles verdes, y sobre un pavimento de mármol negro se levantaba el palacio rosado que sirve de mansión al dios.

"Uno de los sacerdotes, me preguntó qué deseaba. 

"Le respondí que quería ver al dios. 

"—El dios ha ido de cacería —dijo el sacerdote mirándome con sus ojos oblicuos. 

"—Dime a qué selva ha ido, pues quiero cabalgar con él —repuse. 

“El sacerdote peinó los flecos de su túnica con las uñas puntiagudas, y respondió: 

"—El dios está durmiendo. 

"—Dime en qué lecho, y velaré su sueño —respondí. 

"—El dios está en la fiesta —gritó el sacerdote. 

"—Si el vino es dulce, beberé con él, y si es amargo beberé también —respondí. 

"El sacerdote, asombrado, me cogió de la mano y me condujo al templo. 

"En la primera cámara había un ídolo sentado en un trono de jaspe. Era de ébano tallado y de la estatura de un hombre. Tenía un rubí en la frente y sus pies estaban enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado. 

"Le pregunté al sacerdote: 

"—¿Es éste el dios? 

"Y él me respondió: 

"—Este es el dios. 

"—Enséñame el dios —grité—, o te mataré sin vacilar. 

"Y le toqué la mano, que se marchitó enseguida. 

"El sacerdote me imploró diciendo: 

"—Cure mi señor a su siervo, y le mostraré al dios. 

"Le soplé en la mano que se curó de inmediato. Temblando me condujo a un segundo aposento, donde había un ídolo, en pie sobre un loto de jade. Era todo de marfil y del doble de la estatura de un hombre. Tenía un crisólito en su frente, y sus pechos estaban ungidos de mirra y cinamomo. 

"Yo interrogué al sacerdote: 

"—¿Es éste el dios? 

"Y él me respondió: 

"—Este es el dios. 

"—Enséñame el dios—rugí—, o te mataré sin vacilar. 

"Y le toqué los ojos, que quedaron ciegos. 

"El sacerdote me suplicó diciendo: 

"—Cure mi señor a su siervo, y le mostraré el dios. 

"Le soplé en los ojos, y la vista volvió a ellos. Temblando de pavor, el sacerdote me llevó entonces a una tercera estancia. Allí, ¡oh maravilla!, no había ídolo ni imagen alguna, sino solamente un espejo redondo de metal, colocado encima de un altar de piedra. 

"Y dije al sacerdote: 

"—¿Dónde está el dios? 

"Y él me contestó: 

"—No hay más dios que este Espejo, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y de la tierra las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él. No lo refleja para que el que mire pueda ser sabio. Todos los demás espejos son espejos de la opinión. Sólo éste es el Espejo de la Sabiduría. Quienes poseen este Espejo, lo saben todo, y no hay nada oculto para ellos. Y quienes no lo poseen, no adquieren la Sabiduría. Este es el dios que adoramos nosotros. 

"Miré el espejo, y era tal como él me había dicho. 

"Hice entonces una cosa muy singular... No viene al caso que te lo diga, pero en un valle que está a sólo un día de camino, tengo escondido el Espejo de la Sabiduría. Permíteme que vuelva a entrar en ti, para servirte, y serás más sabio que todos los sabios, y tuya será la Sabiduría. Permíteme entrar en ti, y no habrá nadie tan sabio como tú. 

El joven Pescador se puso a reír. 

—El amor es mejor que la sabiduría —exclamó— y la sirenita me ama. 

—Te equivocas, no hay nada mejor que la sabiduría —dijo el alma. 

—El amor es mejor —repitió el joven Pescador, y volvió a sumergirse en las honduras del mar, mientras el alma se alejaba llorando a través de las marismas.

Cuando el segundo año hubo transcurrido, llegó el alma a la orilla del mar y llamó
al joven Pescador. Una vez más, éste subió de las profundidades, y pregunto:

—¿Para qué me has llamado? 

Y el alma repuso: 

—Acércate más, para poder hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.

Y él se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano. 

El alma dijo entonces: 

—Cuando nos separamos, miré hacia el Mediodía, y caminé hacia allá. Del Mediodía viene todo lo que hace Riqueza. Seis días caminé por las sendas que conducen a la ciudad de Aster, y al amanecer del día séptimo divisé a mis pies la ciudad, en el fondo de un valle. 

"En los muros de la ciudad hay nueve puertas, y en cada una de ellas hay un caballo de bronce que relincha cuando los beduinos bajan de la montaña. Sus murallas están cubiertas de cobre y en cada una de sus torres hace guardia un arquero. Cuando sale el sol, disparan una flecha contra un gong, y al ponerse el sol tocan una bocina de cuerno. 

"Quise entrar, y los centinelas me preguntaron quién era. Repliqué que era un derviche en camino hacia la Meca, donde está la roca Kaaba y sobre ella hay un velo negro con El Corán bordado en letras de oro por mano de los ángeles. Ellos quedaron maravillados y me rogaron que entrara. 

"Dentro de esa ciudad, es todo un bazar. ¡Lástima que no estuvieras conmigo! Los mercaderes se sientan en el umbral de sus tiendas sobre tapices de seda. Tienen barbas negras, y turbantes cubiertos de broches de oro. Algunos venden gálbano y nardo, y extraños perfumes de las Indias, y aceite de rosa, y jugo cristalizado de las hojas de un árbol, y florecillas de clavero de olor. Otros venden brazaletes de plata incrustados de turquesas azules, y colgantes de perlas, y garras de tigre engarzadas en oro, y arracadas de esmeralda, y anillos de jade. De las casas de té llega el sonido del laúd, y los fumadores de opio, con sus blancos rostros sonrientes, miran pasar a los viandantes. 

“Es una lástima que no estuvieras conmigo. Los vendedores de vino llevan grandes pellejos negros a la espalda. Casi todos venden vino de Chiraz, que es dulce como la miel. Y lo sirven en tacitas de metal, con pétalos de rosas. Un día, vi pasar por allí un elefante. Llevaba el cuerpo pintado con bermellón y cúrcuma. Se paró frente a una de las tiendas, y se puso a comer naranjas mientras el dueño reía. ¡Qué gente tan extraña! Cuando están contentos, van donde un vendedor de pájaros, compran un centenar de ellos y los dejan libres, para aumentar su alegría; y cuando están tristes, se azotan con espinos, para que su tristeza sea mayor.

“Es de verdad una pena que no estuvieses conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva el joven Emperador salió de su palacio para ir a rezar a la mezquita. Llevaba la barba y los cabellos cubiertos con pétalos de rosas, y las mejillas cubiertas con oro pulverizado. 

"Salió de su palacio al amanecer con una vestidura de plata; y al atardecer, volvió con otra vestidura de oro. La gente se arrojaba al suelo, ocultando sus rostros; excepto yo, que no quise imitarlos. Me mantuve de pie, junto al mesón de un vendedor de dátiles, esperando. 

"Al verme, el Emperador se detuvo. Pero yo continué inmóvil, sin rendirle homenaje. La gente se maravilló de mi audacia, y me aconsejaron que huyera de la ciudad. Pero no les hice caso, y fui a sentarme con los vendedores de dioses extranjeros, que por su oficio, son abominados. Cuando les dije lo que había hecho, me regalaron dioses, pero me suplicaron que me alejase de ellos. 

"Aquella noche, mientras dormía entre almohadones, en una casa de té que hay en la calle de las Granadas, entraron los guardias del Emperador y me llevaron al palacio. Apenas entré cerraron las puertas y las aseguraron con cadenas. Al interior había un vasto patio, los muros eran de alabastro blanco, adornados con azulejos verdes y azules. Las columnas eran de mármol verde, y el pavimento de un mármol color damasco. Nunca había visto nada similar. 

"Cuando atravesé el patio, dos mujeres veladas me maldijeron desde una galería. Los guardias abrieron una puerta de marfil labrado, y me encontré en un patio dispuesto en siete terrazas. Estaba lleno de maceteros con tulipanes, girasoles y áloes. Al centro se abría un surtidor de agua rodeado de cipreses que eran como antorchas apagadas, y en cada uno de ellos cantaba un ruiseñor.

"Al acercarnos a un pequeño pabellón que se levantaba al extremo del jardín, salieron dos eunucos a encontrarnos. Sus cuerpos obesos se balanceaban al caminar, y me miraban de soslayo, con ojos de párpados amarillentos. 

"Entonces, el capitán de la guardia me indicó la entrada del pabellón. Entré apartando la cortina. 

"El joven Emperador estaba reclinado sobre un lecho cubierto de pieles de león. Detrás de él se erguía un nubio, desnudo hasta la cintura, con turbante de bronce y pesados aretes. Encima de una mesa, al lado del lecho, descansaba un gran alfanje de acero. 

"Cuando me vio el Emperador frunció el ceño, y me dijo: 

"—¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso no sabes que soy el Emperador de esta ciudad?

"Pero yo no le contesté. 

"Entonces el Emperador señaló la cimitarra con el dedo, y el nubio la empuñó y abalanzándose sobre mí, me asestó un tajo terrible. La hoja pasó zumbando a través de mi cuerpo, pero no me hizo daño alguno. El verdugo rodó por tierra, y al levantarse sus dientes castañeteaban de terror. Corrió a protegerse tras el lecho. 

"El joven Emperador se levantó, tomó una lanza, y la arrojó contra mí. Pero yo la cogí al vuelo y la quebré en dos pedazos. Entonces él me disparó una flecha, pero levanté las manos y la detuve en el aire. Luego desenvainó una daga, y apuñaló la garganta del nubio, para que no pudiese contarle a nadie la afrenta que había recibido. El esclavo se retorció como una serpiente, y la roja espuma roja le salió a borbotones entre los labios. 

"Al verlo ya muerto, el Emperador se volvió hacia mí, y después de secarse el sudor con una toalla de seda carmesí, me dijo: 

"—¿Eres acaso un profeta, que no puedo herirte, o el hijo de un profeta, que no puedo dañarte? Te ruego que salgas de mi ciudad esta noche, porque mientras estés aquí, yo ya no seré el Señor. 

"Y yo le respondí: 

"—Quizás acepte marcharme, pero a cambio de la mitad de tus tesoros. Dame la mitad de tus tesoros y me iré de tu ciudad. 

"El Emperador me cogió de la mano y me guió fuera del jardín. Cuando me vio el capitán de la guardia, se maravilló. Cuando los eunucos me vieron, les tiritaron las rodillas y cayeron al suelo. 

"Hay en el Palacio una habitación que tiene ocho paredes de pórfido rojo, y un techo artesonado de bronce, del que cuelgan las lámparas. El Emperador tocó una de las paredes y ésta se abrió. Bajamos entonces por un corredor iluminado por antorchas. En nichos, a uno y otro lado, había grandes cántaros, llenos hasta el borde de monedas de plata. Cuando llegamos al centro del corredor el Emperador dijo la palabra que no puede ser dicha, y giró una puerta de granito. El se cubrió el rostro con las manos, por temor a que sus ojos quedaran deslumbrados. 

"No puedes imaginarte qué sitio tan maravilloso. Había grandes conchas de tortuga rebosantes de perlas, y selenitas de gran tamaño amontonadas con rubíes rojos. El oro estaba almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo en botellas de cuero de bestias marinas. Había ópalos y zafiros; los primeros en copas de cristal, los segundos en copas de jade. Ordenadas en bandejas de marfil había esmeraldas verdes, y en un rincón grandes sacos de seda, unos con turquesas y otros con berilos. Y aún no he podido decirte ni la décima parte de lo que allí había. Cuando el Emperador apartó las manos de su rostro, me expreso:

"—Este es mi tesoro, y tal como te prometí, la mitad de él es tuya. Y te daré camellos y camelleros para que lleves tu parte a cualquier lugar del mundo que se te antoje. Y todo quedará hecho esta misma noche, pues no quiero que el Sol, que es mi padre, vea que en mi ciudad hay un hombre al que no puedo matar. 

"Pero yo le respondí: 

"—El oro que hay aquí es tuyo, y también es tuya la plata, y tuyas las piedras preciosas. No los necesito para nada, ni aceptaré otra cosa tuya que ese anillo que llevas en el dedo. 

"Y el Emperador frunció el ceño y exclamó: 

"—Es una sortija de plomo, sin ningún valor. Toma la mitad del tesoro y vete. 

"—No —repliqué—, sólo aceptaré ese anillo de plomo, porque sé muy bien lo que hay escrito por dentro, y con qué fin. 

"Y el Emperador tembló, y me imploró, diciendo: 

"—Toma el tesoro entero, pero ándate de mi ciudad. La mitad mía también será tuya. 

"Y entonces hice una cosa muy singular... Pero no importa lo que hice, porque en una gruta, que está sólo a un día de camino, tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Un día de marcha nada más. Quién posee ese anillo es más rico que todos los reyes de la tierra. Ven, tómalo, y todas las riquezas del mundo serán tuyas. 

Pero el joven Pescador se echó a reír: 

—El amor es mejor que la riqueza —exclamó—, y la sirenita me ama. 

—No, no hay nada mejor que la riqueza —insistió el alma. 

—El amor es mejor—replicó el joven Pescador. 

Y volvió a hundirse en las profundidades, mientras el alma partía llorando a través de las marismas.