martes, 28 de junio de 2016

EL REINO DE LAS COSQUILLAS



Todo era alegría y excitación aquel día en el Reino. Nadie escapaba a ese sentimiento de regocijo y honda emoción que hacía latir con descompasado golpeteo todos y cada uno de los corazones de los habitantes del hasta ahora conocido como el Reino de la Princesa Triste.

-¿Qué sucede?, preguntaba un recién llegado que se regalaba la vista con las idas y venidas de las más preciosas doncellas que jamás hubiera visto, todas exultantes de alegría, riendo sin parar y cuyos pequeños piececitos aceleraban el paso cuando el desconocido posaba su mirada en ellas.

-¿Qué sucede, qué sucede?, repitió en esta ocasión agarrando del brazo a un anciano que en ese momento también corría, a su manera, intentando zafarse del molesto inquisidor.

-¡Ven a Palacio y lo verás con tus propios ojos!, le contestó.

El Rey, un venerable anciano, había perdido a su esposa hacía ya 20 años, cuando, ésta, al dar a luz a una preciosa niña, había muerto en el alumbramiento. El monarca, profundamente enamorado de la reina, había dedicado desde entonces su vida al cuidado de su reino y de su queridísima hija. Sin embargo, desde hacía muchos años, se enfrentaba a un problema al que no encontraba solución posible: la Princesa languidecía de tristeza. Su padre intentaba con todos los medios posibles a su alcance, hacer que su preciosa niña fuera feliz; sin embargo, la Princesa no reía, no sonreía jamás, y esto entristecía terriblemente a su adorado padre que había utilizado todas las estrategias posibles, hasta las  más inverosímiles, para hacer que la princesita sonriera al menos una vez.

-¡Si al menos mi dulce niña sonriera una vez, sólo una vez para así endulzar mis últimos días...!, suspiraba el monarca.

Sus tristes ojos verdes miraban el mundo con indiferencia y desinterés. Sin energía y desmotivada, pasaba los días encerrada en su habitación. Echada en la cama lloraba y suspiraba sin cesar. No quería ver a nadie, ni siquiera a sus mejores amigas.

El Rey estaba desesperado, temeroso de perder a su hija si la situación no mejoraba.

Un día que se encontraba más abatido que de costumbre, sentado al lado de la ventana abierta que daba al jardín, la cabeza apoyada en sus manos, triste, resignado a su mala suerte, el corazón desgarrado por la tristeza de su adorada hija,... un sonido angelical llegó a sus oídos: ¡un ruiseñor cantaba su amor al mundo entero!. Abrió sus ojos, levantó la cabeza y miró a través de la ventana a ese pequeño ser maravilloso que producía un sonido mágico que era como una caricia para su cansado corazón.

Entonces comprendió de repente. Una luz de esperanza se abría paso en la oscuridad. Ahora sabía como hacer que la risa iluminara la cara de su niña: ¡Organizaría una fiesta! Una espléndida fiesta donde todo el mundo podría intentar hacer que Ella volviera a la vida, utilizando todos los medios posibles sin restricción alguna. Todo estaba permitido para alcanzar el objetivo que no era sino “¡Hacer que la Princesa riera!”.

Las órdenes oportunas fueron cursadas con celeridad. La idea fue acogida con júbilo por los cortesanos. La fecha para el evento fue fijada inmediatamente, y toda la corte se puso a trabajar en los preparativos de forma tal que, una vez que todo hubo estado organizado, no había alma que durmiera por la noche cavilando estrategias y más estrategias para hacer reír a la Princesa. Por las noches se podía “oír” pensar y trabajar los cerebros de todos los habitantes del reino.

El tan deseado día llegó al fin. La multitud se arremolinaba a las afueras de Palacio, que estaba repleto de cortesanos ataviados con sus mejores galas para la ocasión.

El Rey estaba sentado en su trono. La Princesa a su lado, con los ojos rojos como de haber estado llorando toda la noche. Sin embargo, estaba preciosa. El vestido de seda color turquesa resaltaba sus bellos y tristes ojos azul cielo. Los bucles de cabello rubio caían en cascada sobre sus hombros. Los labios rojos que antaño hablaran, cantaran, acariciaran, besaran... ahora permanecían inmóviles, faltos de expresión. La figura frágil, femenina, y el cuello de cisne... ¡una diosa!

La fiesta comenzó. Los participantes, algunos de los cuales eran Príncipes y caballeros de alta alcurnia que venían de países lejanos, comenzaron a desfilar anunciados por el estruendo de las trompetas. Utilizaban todos los recursos posibles para provocar la risa de la Princesa o, al menos, una leve sonrisa.

Uno cantó...

Otro bailó...

Otro contó historias graciosas…

Otro realizó increíbles saltos acrobáticos...

Otro realizó juegos de magia que embelesaron a todos los allí presentes...

Todo fue en vano. La Princesa miraba lo que sucedía con sus bellos ojos que reflejaban una mirada fija, vacía, ausente, inexpresiva, sin vida.

Con el paso del tiempo y el transcurrir de los participantes, algunos de los cuales eran excepcionales en sus ejecuciones, el Rey iba perdiendo la esperanza. La fiesta llegaba a su fin. El anciano monarca, ya completamente abatido, dio la orden al último participante para que procediera.

El último participante, que no era sino el joven extranjero que aguardaba pacientemente para ver a la Princesa triste, avanzó con paso firme y decidido entre la multitud. Los semblantes de los súbditos, que antes reflejaban alegría, esperanza, regocijo..., ahora mostraban decepción y tristeza.

-¡Éste es el último, éste es el último!, se decían los unos a los otros.

El joven, ataviado con ropas simples, parecía venir de tierras lejanas y haber hecho un largo viaje. Nada denotaba en él una buena cuna. Tan simple era su atuendo que algunos de los que se apartaban para dejarlo pasar cuchicheaban entre sí:

-Mira... ¡Qué pinta! ¡Al menos debía haber cuidado un poco su indumentaria si lo que pretende es agradar a nuestra Princesa!

Sin embargo, él avanzó con paso seguro, firme.

Al fin llegó ante la Princesa.

El Rey dijo: “Procede...”

El joven habló: “Majestad, ¿puedo acercarme a la Princesa?”

-“Puedes...”, dijo el Rey que ya había perdido toda esperanza y que sólo esperaba que acabara el acto para que así su hija pudiera retirarse a descansar a sus aposentos.

El joven se acercó a la Princesa: -Señora, le dijo, ¿podría usted descalzarse por favor?

Ante esta impertinencia, la Princesa lo miró extrañada. El Rey se levantó de su trono dispuesto a dar las órdenes oportunas para que se llevaran al osado extranjero de su presencia. Sin embargo, lo miró a los ojos, y vio en ellos una dulzura inmensa que le suplicaban le dejara continuar. Así lo hizo, se volvió a sentar y dejó que el extraño caballero continuara.

La Princesa accedió a la petición y se descalzó. Entonces el joven sacó una pluma azul del bolsillo de su pantalón, una pluma que se expandió creciendo mágicamente hasta adquirir unas proporciones considerables, y despacio, muy despacio la acercó a la planta del pie de la joven diciendo “¡tickle tickle tickle!”. La Princesa dio un grito que hizo que los guardias reales empuñaran sus armas alarmadas. Hubo un revuelo generalizado en la gran sala. Nadie sabía lo que sucedía. Acto seguido el silencio expectante, sepulcral, y de nuevo otros grititos, pero esta vez mas seguidos, más agudos y al fin una gran risotada.

-¿Qué sucede?, ¿Qué sucede? Se preguntaban todos.

Y entonces todos comprendieron. ¡La Princesa se estaba riendo! ¡Y qué risa! Una risa contagiosa que hizo que todos, a su vez, empezaran a reír y reír y reír, hasta que nadie, ni uno solo, podían retener las carcajadas.

El Rey, una vez se hubo calmado un poco, quiso saber quién era ese apuesto extranjero que había conseguido el milagro.

-Majestad, dijo, vengo de unas tierras lejanas en las que ejercía como médico. Mi especialidad es la curación mediante las cosquillas.

-Luego... ¿no es magia lo que acabas de hacer?- preguntó el monarca

-No Majestad, ¡es ciencia!.

-Quiero cumplir la promesa que hice de conceder la mano de mi hija a quien la hiciera reír. Ahora, veo que eres un joven culto y atento. Si mi hija y tú estáis de acuerdo, en este preciso momento te concedo su mano- dijo el Rey.

Los dos jóvenes se miraron y no hubo la menor duda: sus ojos hablaron por ellos, no hubo necesidad de palabras. La bella Princesa había encontrado el amor en aquel joven galante, apuesto, y que le había devuelto la vida que creía perdida para siempre.

Los preparativos para la boda comenzaron.

Los preparativos fueron hechos con celeridad ya que los Príncipes no podían esperar ni un día más para desposarse. La ceremonia de casamiento se realizó a la semana siguiente.

La Princesa Risueña, su esposo el doctor,  y su padre el Rey, se convirtieron en el paradigma de la familia feliz. El reino fue desde entonces conocido en el mundo entero como “el Reino de las Cosquillas”, o “Ticklekingdom”, como lo denominaba el Príncipe, que hablaba muchas lenguas entre ellas una muy extraña llamada Inglés.

El Príncipe fue desde entonces no sólo el esposo de la Princesa, sino “el Doctor Real”, que curaba a los pacientes con dosis de cosquillas que debían ser administradas, según prescripción facultativa, mañana, tarde y noche.

El reloj de Palacio marcaba la hora a la que, cada mañana, y como medida de prevención, cada súbdito debía hacer cosquillas a su pareja, para así asegurar la salud del Reino. Para aquellos casos en los que las personas vivieran solas y no  tuvieran a nadie que los despertara por la mañana con su dosis de cosquillas, había un grupo de médicos o “Tickle Doctors”, como se llamaban en la jerga profesional del Príncipe, que acudían cada mañana con una colección asombrosa de plumas, de los más vistosos colores y texturas maravillosas, visitando casa por casa a los solitarios necesitados.

Los Príncipes fueron felices, el Monarca fue el hombre más feliz de la tierra, y los súbditos los más risueños y sanos que en reino alguno pudieran encontrarse.

El doctor Tickle, otrora denostado por su pobre atuendo, fue el Príncipe más amado de la tierra: Recibió el cariño, el respeto y el agradecimiento de todos.

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