martes, 12 de enero de 2016

EN LOS COCHES CHOCONES



La anciana dormitaba en la mecedora, la cabeza caída ligeramente sobre el hombro. La respiración era irregular, entrecortada, como expectante... Los globos oculares se movían erráticos bajo los párpados entreabiertos. Su boca esbozaba una ligera sonrisa que a veces se trocaba en mueca de disgusto y, cosa extraña, iluminaba su rostro haciéndole parecer una niña enfadada. Una ola de calor inundaba su cuerpo.

La mecedora se movía rítmicamente...

... Era el día de San Juan. Había fiestas en el pueblo y, como todos los años, los feriantes habían llegado con su tómbola, sus caballitos y sus coches de choque. ¡Los coches de choque! ¡Qué expectación producían en los jóvenes y no tan jóvenes de la comunidad...! En unos porque les daba la posibilidad de conducir; si, conducir un coche, aunque fuera “de mentira”. En otros porque podían lucirse mostrando  su extraordinaria capacidad de manejo, sobre todo cuando había chicas. Pero lo más importante es que a la mayoría le daba la ocasión de perseguir, chocar y dejar en ridículo a los “chulitos”.

Allí los tenías, una mano al volante, la otra apoyada en el respaldo del vehículo, sentado de medio lado, observando indolentemente a los espectadores que se agolpaban en los laterales del recinto. El coche daba vueltas y más vueltas, con su banderita, chocando una y otra vez con los demás. Buscaba el choque lateral o trasero con aquellos que llevaban chicas. Ellas volvían entonces su cabeza mostrando caras risueñas y de sorpresa. El choque frontal, aunque prohibido, era el preferido si los otros conductores eran machitos como él. Lo fundamental era agarrar velocidad con el coche antes de chocar, entonces la colisión era grandiosa y un murmullo de sorpresa se levantaba entre los espectadores que hacía las delicias del sado conductor. De vez en cuando, el coche paraba delante de una muchacha y le decía: ¿quieres subir? Entonces ella subía a toda prisa, se sentaba a su lado, y él seguía con su brazo apoyado en el respaldo del asiento, ahora más cerca del otro cuerpo sentado junto al suyo.

Dos niñas estaban sentadas en una de las barras laterales que rodeaban el recinto. Sus caras reflejaban curiosidad y alegría. Como eran fiestas y eran mayores, ¡ya tenían ochos años!, sus padres les habían dado la paga para que se la gastaran como quisieran. Entre las dos juntaban diez pesetas;  como cada ficha costaba cinco, podrían viajar dos veces al día. Allí estaban, nerviosas, mirando, intentando saber cómo había que hacer... Por fin decidieron comprar dos fichas. Usarían una ahora que había poca gente y otra al final de la tarde.

Las dos niñas se subieron a un coche rojo, el número 2, que parecía que corría mucho. María se sentó al volante, metió la ficha negra por la ranura que había en la parte delantera del coche. No ocurrió nada, el coche no se movió. ¡Qué disgusto! Un chico les gritó: “¡Niña, tienes que pisar el pedal!” Así lo hizo y  ¡oh maravilla!, aquello se puso en marcha.

La anciana, en la mecedora, movía sus brazos al tiempo que daba golpes en el suelo con su pié derecho. Su cara sonreía, estaba roja...

Un pequeño entró corriendo en la habitación.

¡Abuelita María!

La anciana despertó.

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