jueves, 14 de julio de 2016

LA MUERTE DEL PERRO DE DAMIÁN



Damián era el tercer hijo de los Alvarado apenas cumplidos los catorce años le entró el mal de la fiebre. Su padre estuvo unos días taciturno, y al fin decidió mandarlo en el auto de línea, con el hermano mayor, para que lo viera un médico de la capital. Volvieron al día siguiente, y el hermano mayor dijo: 

Que no hay nada que hacer. Que se esté quieto, y a esperar. 

Desde entonces, era fácil ver a Damián, sentado junto a la ventana durante los días fríos, y a la puerta de la casucha los que daba el sol contra la fachada.

Damián veía partir a todos hacia el trabajo, y se quedaba solo. Únicamente al llegar al invierno, con la nieve, se quedarían todos en casa y tendría compañía. Desde su ventana se veía el río, y, más allá, el prin­cipio de los bosques. A veces, ver el río y los árboles le daba tristeza. Las mujeres de la aldea, de verlo al pasar, comentaban entre sí, y decían: 

Al pequeño Alvarado le quitan a puñados la car­ne del cuerpo. Mala cosa es la fiebre, pero peor es la soledad. 

Esto también lo sabían los Alvarado, pero no esta­ba en su mano el remediarlo. Eran pobres y tenían que acudir a la tierra, si no querían morir. 

Un día, estando ya muy avanzado el otoño, Damián vio llegar por el caminillo del bosque un perro perdido. Era gris, flaco y como alicaído. No se le apreciaba herida alguna ni contusión, y, sin embargo, todo él tenía el aire magullado y caminaba como si fuera cojo de las cuatro patas. Damián se asomó casi de medio cuerpo, para verle pasar. 

¡Chucho! le llamó, con una curiosidad extraña. El perro levantó las orejas, y luego miró hacia arriba, como temeroso. 

Damián se hizo amigo del perro perdido. 

¿De dónde ha venido este chucho? dijo el padre de los Alvarado.

Pero nadie sabía nada. Era un perro feo y triste, que nadie vio nunca ni en la aldea ni por los alrededores. No era simpático, y los hermanos de Damián le tomaron ojeriza:

Eche al perro de casa, padre: está embrujado. La vieja Antonia María, que tenía en el pueblo fama de curandera, dijo cuando lo vio: 

Ese perro es un espíritu malo: está purgando sus pecados en la tierra... ¡Echadlo a patadas del pueblo! 

Y así quisieron hacerlo. Salieron los hermanos con estacas y piedras, pero Damián asomó medio cuerpo por el ventanuco, chillando y llorando. 

¡No me lo maten al perro, no me lo maten! 

Los hermanos le echaron una cuerda al cuello y le querían arrastrar al río, para ahogarlo o darle martirio. Damián chillaba tanto, que el padre acudió y dijo: 

¡Ea, muchachos, soltadle! Contentaos con dejarlo ahí, y que no entre en la casa. 
Los hermanos obedecieron a regañadientes porque temían al padre. 

La calle estaba ya oscura, con el color en siembra, porque llegaban los fríos. Se fueron los hermanos calle abajo, y Damián, con el cuerpo fuera de la ventana, les vio marchar. El sol encendía de un color escarlata los últimos ventanucos de la calle, y Damián se estremeció. Miró allá abajo, al perro, y vio la cara levantada, sus ojos oscuros y húmedos y la cuerda pendiente del cuello. 

Amigo mío  dijo. Amigo mío.  Y le caían muchas lágrimas por el rostro, mirándole. Bajó el viento calle abajo, y vio cómo arrastraba hojas doradas, desprendidas del cercano bosque. Damián señaló hacia él con el dedo, y dijo: 

Mira, amigo mío, esto es el anuncio de la muerte. Yo sé muy bien que la caída de las hojas es el anuncio de la muerte. 

Se inclinó sobre la ventana y se quedó mirando al perro, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas. 

La tarde se volvió más y más azul, y allá arriba se prendieron luces frías, espaciadas y lejanas. El viento no cesaba, y el padre dijo: 

Vamos, chico, cierra la ventana. 

Damián se lo hizo repetir dos veces, porque sus ojos no se podían apartar de los ojos del perro, que le montaba guardia abajo. Luego, ya cerrada, a través del cristal, empinándose sobre los pies, seguían mirándose. Pasó mucho rato y el hermano mayor dijo: 

Pero, chico, ¿no te cansas? Siéntate, que voy a traerte la cena. 

Como en aquella casa no había mujer, ellos mismos guisaban su comida. El hermano le trajo el plato humeante y lo dejó sobre una silla. 

Tienes que descansar, Damián. 

Damián comió, y mientras lo hacía oía en la calle el aullido del perro. Algo nuevo y maravilloso le ocurría. Algo grande que le llenaba de alegría y de un gozoso miedo. El aullido del perro no lo comprendían el padre y los hermanos, que dijeron: 

¡Cómo gime el viento esta noche! 

Cuando todos se acostaron, Damián salió de nuevo a la ventana. Allá abajo seguía el perro, con sus ojos como dos farolillos en la noche. Estaba ya echado en el suelo, pero tenía aún la cabeza levantada. Y Damián sentía renacer su antigua fuerza y notaba cómo la tristeza huía calle abajo, como un animal sarnoso. 

Al amanecer, el perro dio su último aliento al aire frío de la mañana, y cayó muerto en el barro de la calle. Damián fue corriendo a despertar a su padre. 

Padre, míreme: estoy sano. He sanado, padre. 

Nadie le creía, en un principio. Pero sus ojos y su cara entera resplandecían, y saltaba y corría como un ciervo, y había un color nuevo en su piel, y hasta pa­recía que en el aire que le rodeaba. 

El perro me dio la salud, explicó Damián. Me la dio toda, y él se murió allá abajo.

Hubieron de creerle, al fin. Estaba fuerte como an­tes, sin fiebre y sin melancolía. Antonia María examinó el perro con su ojo de cristal, y dijo: 

Ya lo advertí: purgaba sus pecados en la tierra. Descanse en paz. 

Los hermanos lo cogieron en brazos y fueron a enterrarlo al bosque, con todo el respeto que cabía. 

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