miércoles, 3 de junio de 2015

BARBA AZUL



Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.

Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.

Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto.

En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.

Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.

-“Éstas son”- le dijo –“las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abre todo, anda por donde quieras, pero te prohíbo entrar en ese pequeño gabinete, y te lo prohíbo de tal suerte que, si llegas a abrirlo, no habrá nada que no puedas esperar de mi cólera.

Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, subió a su carroza y salió de viaje.

Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo.

Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás.

No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.

Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces.

Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra.

Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos.

Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.

Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.

Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucionarse a su favor.

Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.

-“¿Cómo es que”- le dijo –“la llave del gabinete no está con las demás?”-

-“Se me habrá quedado arriba en la mesa”- contestó.

-“No dejes de dármela en seguida”- dijo Barba Azul.

Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:

-“¿Por qué tiene sangre esta llave?”-

-“No lo sé”- respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.

-“¿No lo sabes?”- prosiguió Barba Azul; -“Pues yo sí lo sé: habrás querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entrarás en él e irás a ocupar tu sitio al lado de las damas que habéis visto”-

Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

-“Señora, debes de morir”- le dijo, -“Y ahora mismo”-

-“Ya que he de morir”- le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas, -“Dame un poco de tiempo para encomendarme a Dios”-

-“Te doy medio cuarto de hora”- prosiguió Barba Azul, -“Pero ni un momento más”-

Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:

-“Ana, hermana mía”- pues así se llamaba, -“Por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa”-

Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre afligida le gritaba de cuando en cuando:

-“Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?”-

Y su hermana Ana le respondía:

-“No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea”-

Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:

-“¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!”-

-“Un momento, por favor”- le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:

-“Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?”-

Y su hermana Ana respondía:

-“No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea”-

-“¡Vamos, baja en seguida”- gritaba Barba Azul –“o subo yo a por ti!”-

-“Ya voy”- respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:

-“Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?”-

-“Veo”- respondió su hermana –“una gran polvareda que viene de aquel lado”-

-“¿Son mis hermanos?”-

-“¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas”-

-“¿Quieres bajar de una vez?”- gritaba Barba Azul.

-“Un momento”- respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:

-“Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?”-

-“Veo”- respondió –“dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos”-

-“¡Alabado sea Dios!”- exclamó un momento después. –“Son mis hermanos; estoy haciéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa”-

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.

La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.

-“Es inútil”- dijo Barba Azul, -“tienes que morir”-

Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.

La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.

-“No, no”- dijo, -“encomiéndate a Dios”-
Y, levantando el brazo…

En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.

La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes.

Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

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